Cabrera by Jesús Fernández Santos

Cabrera by Jesús Fernández Santos

autor:Jesús Fernández Santos [Fernández Santos, Jesús]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1981-09-30T16:00:00+00:00


XIX

Ahora ya estoy en el Infierno. No en el valle de Josafat ni en el limbo de los inocentes ya que nunca lo fui, no sé si por inclinación, tal como el dómine decía, o por mi mala suerte. Sobre mí corre un techo remendado, que me separa del mundo de los vivos. También hay quien reza, pide o llora. Oigo lenguas que no llego a entender. Un hedor más terrible que la peste, mezcla de podredumbre y heces, se alza por todos los rincones.

Los demás condenados, venidos no sé cuándo, ni de dónde, son solo mitad hombres, tan mutilados aparecen, con la carne en pedazos, convertida en manojo de tendones, El tiempo se la va arrebatando, hasta dejarlos convertidos en desnudos muñones. Piernas y brazos solo se alzan cuando no pueden servirse de la voz, cuando ese techo que no sé si nos encierra o nos defiende, se vuelve oscuro, uniéndonos a todos en el mismo sueño de miedo y dolor, antesala de la muerte.

Cuando la luz vuelve puntual, tornan también con ella los rostros donde el mal se abre paso y es preciso apartar la mirada lejos del musgo vil que avanza en ellos día a día.

Yo, al menos, me conservo entero. Voy tentándome el pellejo hasta donde mi mano alcanza y mis costados acometidos por rebaños de agudos aguijones. Todos somos germanos, cofrades, devotos de la desesperanza que aquí nos tiene bajo ese lienzo infame, burla y pendón de nuestro tiempo miserable.

De cuando en cuando, como venidas de otro mundo, llegan flotando sombras con un puñado de legumbres que ponen a cocer en calderos enormes. La niebla se hace más espesa entonces, se alza un mar de suspiros y por un leve plazo, suelen menguar las voces. Otros días se acercan para ir contando, uno por uno, los camastros. Cuando adivinan que alguno quedará pronto libre, vuelven con las temidas parihuelas, tienden sobre su lecho trashumante los despojos que restan y desaparecen tan silenciosos como gatos. No pasa un día sin que el nido vacío tenga nuevo huésped.

Tal ha de ser ese lugar del que nunca se vuelve. Al menos así me lo pintaron, sin puertas ni caminos, cumplido de dolor y llanto, con un letrero en lo más alto que dice: «Para siempre.» Así estábamos todos, franceses y españoles, solos y a un tiempo mal acompañados, con nuestro miedo a cuestas, cuando cierto día las tinieblas se abrieron a una nueva luz que, a ratos, se detenía sobre los catres de los desahuciados. Lentamente, iba su resplandor iluminando lamentos y agonías, apartando retamas, dando paso a una oscura sotana abotonada.

—¿Qué mal padeces tú? —me preguntó acercándose.

¿Qué había de contestar? Desde que desperté sobre la madre tierra, nada sabía de mi enfermedad.

—Al menos estás entero —murmuró de nuevo lanzando una mirada bajo mi manta ruin.

—Entero y sano —acerté a responder—, aunque escaso de fuerzas.

—Entonces, ¿por qué te beneficias de lo que necesitan otros?

—No lo sé, padre; ansioso estoy de marchar cuanto antes.

Vi vacilar sus ojos bajo un mechón de alborotadas canas.



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