02 Limpieza de sangre by Arturo PÉREZ-REVERTE

02 Limpieza de sangre by Arturo PÉREZ-REVERTE

autor:Arturo PÉREZ-REVERTE
La lengua: es
Format: mobi
Tags: Mystery & Detective - General, Detective, Police Procedural, Spanish: Adult Fiction, Mystery & Detective, Fiction - Mystery, Fiction, Language readers, Language Learning (other than ELT), Mystery & Detective - Police Procedural, General, Untranslated Fiction - Spanish
ISBN: 9788420483597
editor: Madrid : Alfaguara, c1997.
publicado: 2010-06-09T22:00:00+00:00


A Grullo dieron tormento

y en el de verdad de soga

dijo nones, que es defensa

en los potros y en las bodas.

O aquella otra, tan celebrada, de:

En casa de los bellacos,

en el bolsón de la horca,

por sangrador de la daga

me metieron a la sombra.

El pasadizo de San Ginés era uno de los sitios favoritos de los retraídos, pues por la noche salían allí a que les diese el aire, convirtiendo el lugar en concurrido ir y venir donde no faltaban improvisados figones de puntapié para tomar un bocado; dignísima concurrencia que se disolvía como por ensalmo en cuanto asomaban los corchetes. Cuando llegó Diego Alatriste, en la estrecha calleja había una treintena de almas: jaques, capeadores, algunas cantoneras ajustando cuentas con sus rufianes, y grupos de matasietes y chusma que charlaba en corrillos, o despachaba pellejos y damajuanas de vino peleón. Había poca luz —sólo un minúsculo farolillo colgado en la esquina del pasadizo, bajo el arco—, casi todo el lugar estaba en sombra, y la mitad larga de la gente iba embozada; de modo que el ambiente, aunque animado de conversaciones, resultaba tenebroso en extremo, y harto apropiado para el tipo de cita a la que acudía el capitán. Allí, a un curioso, un mirón o un corchete, si no venía en cuadrilla y bien herrado, podían desjarretarle el tragar en un Jesús.

Reconoció a Don Francisco de Quevedo pese al embozo, junto al farolillo, y llegóse hasta él con disimulo, apartándose ambos a un lado, la capa subida sobre la cara y el fieltro hasta las cejas; aspecto que, por otra parte, mostraba con naturalidad la mitad de los presentes en el pasadizo.

—Mis amigos han hecho pesquisas —contó el poeta tras el primer cambio de impresiones—. Parece cierto que Don Vicente y sus hijos estaban vigilados por la Inquisición. Y mucho me huelo que alguien aprovechó el lance para matar varios pájaros de un tiro; incluido vos, capitán.

Y a media voz, hurtándose a los que iban y venían, Don Francisco puso en antecedentes a Alatriste de cuanto había podido averiguar. El Santo Oficio, taimado y paciente, muy al tanto por sus espías del intento de la familia de la Cruz, había dejado hacer, a la espera de cazarlos in fraganti. El motivo no era defender al padre Coroado, sino todo lo contrario; ya que éste contaba con la protección del conde de Olivares, con quien la Inquisición mantenía sorda pugna, esperaban que el escándalo desacreditase tanto el convento como a su protector. De paso echarían mano a una familia de conversos a los que acusar de judaizantes; y una hoguera nunca iba mal para el prestigio de la Suprema. El problema era que no pudieron coger a casi nadie vivo: Don Vicente de la Cruz y su hijo menor, Don Luis, habían vendido cara su piel, muriendo en la emboscada. Mientras que el hijo mayor, Don Jerónimo, aunque malherido, logró escapar y estaba oculto en alguna parte.

—¿Y nosotros? —preguntó Alatriste.

Relucieron los lentes del poeta cuando negó con la cabeza.

—No circulan nombres. Estaba tan oscuro que nadie nos conoció.



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