Mugre rosa by Fernanda Trías

Mugre rosa by Fernanda Trías

autor:Fernanda Trías [Trías, Fernanda]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2019-12-31T16:00:00+00:00


¿Te acordás de aquel día?

¿Cuál?

Aquel. Te vi por la ventana cuando te ibas.

Mentiroso.

Ibas como haciendo equilibrio.

El equilibrio nunca fue lo mío.

¿Fue por esa mujer?

¿La conociste?

Sí.

¿Y cómo era?

Tenía un cuello de pájaro.

Tardé más de media hora en llegar al mostrador de las visitas. La recepcionista tenía un cartelito colgado en el bolsillo de su chaqueta. En la foto sonreía, pero delante de mí, la boca y la nariz permanecían escondidas detrás de un barbijo azul. Los tapabocas habían convertido a las funcionarias públicas en raras odaliscas del Estado. Me miró, las pestañas artificialmente curvadas por encima de la tela quirúrgica, mientras yo deletreaba el nombre de Max.

—No están dejando ver a nadie —dijo el hombre que me seguía en la fila—. Pregúntele a cualquiera. Es la tercera vez que hago la cola hoy.

—Está en Crónicos —dije.

Había algo en esa palabra que ablandaba inmediatamente la disposición de todos los funcionarios, y la odalisca tecleó en la computadora. Luego giró en la silla ergonómica y sus uñas veloces hurgaron en el fichero hasta dar con mi tarjeta.

—Segundo ascensor, décima planta —dijo al entregármela.

Enseguida la cola se hinchó con un quejido, hizo un movimiento de boa constrictor y me expulsó a un lado.

—Espere —dije—. Quiero ver a alguien más. La señora Adelina Gómez.

El hombre de atrás ya se había adelantado y volvió a acomodarse en la fila con un bufido. Tenía la cara pecosa y estremecida, la papada blanda igual que Mauro. Lo oí hablar con los demás, decir: vine a las nueve de la mañana y no encontraban mi tarjeta. La odalisca exageró el golpeteo de sus uñas acrílicas sobre el teclado y se quedó esperando con los ojos en la pantalla.

Quiero detenerme aquí, en este instante, acercarme a él todo lo que pueda. ¿Por qué? Porque hasta ese minuto (y no al siguiente) todo seguía en su lugar. Un lugar precario, sí, un lugar poco deseable, insuficiente, pero yo me había ido acostumbrando a ese orden. Había aprendido a soportarlo. Como esas torres hechas de bloques de madera: alguien saca un bloque y luego otro; primero los que no representan tanto riesgo, luego de manera más osada, hasta que la torre se derrumba. Si me acercara a ese momento podría ver cómo la mano toma la pieza de madera equivocada, podría sentir el temblor de la torre. Salvo que siempre habrá una pieza equivocada. No volvería a ver a mi madre y, pronto, tampoco volvería a ver a Max: ambos iban a quedar fuera de la línea de mi vida, pero en el instante en el que quiero detenerme nada de eso había ocurrido aún. Era el momento de gracia, de inocencia. El tiempo anterior a ese instante no me parece tan malo ahora, solo estaba detenido en un estado de las cosas, en un cierto estado de las cosas. Y a partir de entonces, todo se pondría en movimiento.

—La señora Adelina Gómez no figura entre nuestros pacientes —dijo la odalisca, con frialdad mecánica, y enseguida desvió los ojos hacia el pecoso de atrás.



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