Las Saturnales by Lindsey Davis

Las Saturnales by Lindsey Davis

autor:Lindsey Davis
La lengua: es
Format: mobi
ISBN: 9788435061513
editor: Edhasa
publicado: 2010-02-02T16:00:00+00:00


CAPÍTULO XXXIII

Me condujeron a un gran almacén que no se utilizaba. Me dije que nada podía ir mal. Al fin y al cabo, mi hermana –la virtuosa y pedante— se encargaba del servicio de comida y bebida.

Una cohorte de vigiles cuenta con aproximadamente unos quinientos hombres. En ocasiones son menos, pues hay un grupo destacado en Ostia para vigilar las reservas de grano, pero hacía poco tiempo que la Cuarta había finalizado un periodo de servicio allí. Es igual que en el ejército: en un buen día habrá diez soldados de baja por las heridas (más después del incendio de un edificio grande y muchos más después de una gran conflagración en la ciudad), veinte en la enfermería con dolencias comunes y otros quince específicamente incapacitados para el servicio debido a una conjuntivitis. El tesorero siempre se ha ido a ver a su madre, pero el tribuno al mando siempre está presente; nadie puede deshacerse de él, por muchas artimañas que intente.

Allí, lo primero que se ofreció a mi vista fue Marco Rubela, el tribuno de la Cuarta Cohorte, excesivamente ambicioso y poco de fiar. Estaba de pie junto a una mesa, con la cabeza afeitada echada hacia atrás, apurando la copa de vino, a dos manos, más grande que yo había visto nunca. En una reunión de herreros o fogoneros, que son los bebedores más empedernidos del mundo, aquella copa hubiera sido la proeza final de la noche, tras la cual todos se desplomarían. Rubela, a quien normalmente le gustaba estar solo y cuyos hombres todavía no habían aprendido a que les cayera bien, simplemente se estaba calentando entre sus asaltos a las primeras bandejas de canapés. Era en ocasiones como ésta cuando sí se ganaba el precavido respeto de los vigiles. Tras un puñado de huevos de codorniz y unas cuantas ostras, su gran bebedor aceptaría otro reto durante el cual se mantendría vertical y en apariencia sobrio. Los vigiles podían llegar a admirar estas cosas. Es digno de mencionar que, con objeto de demostrar cuán concienzudamente se entregaba a las fiestas de la cohorte, Marco Rubela (un hombre formal, consciente de su dignidad) llevaba puesto en aquellos momentos un sombrero ridículo, sandalias aladas y una túnica dorada muy corta. Me estremecí al observar que no se había afeitado las piernas.

De los quinientos hombres que cada noche patrullan los Sectores XII y XIII, casi todos estaban allí. Los dolientes de la enfermería se habían recuperado magníficamente. Incluso habían traído en camilla al encargado de los baldes, cuya vida peligraba a causa de las quemaduras sufridas en el incendio de una panadería. Alguien me susurró que se había esforzado mucho para durar hasta la fiesta. Si moría aquella noche, lo haría sonriendo.

Una copa se abrió camino hasta mi mano. Se suponía que tenía que engullir su contenido con toda la rapidez de la que fuera capaz y luego beber más. Me empujaron el codo para animarme. Reconocí el vino como el vinum Primitivum que tomé aquella noche en la caupona de Flora.



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