La isla del Dr. Moreau (Ilustrado) by H. G. Wells

La isla del Dr. Moreau (Ilustrado) by H. G. Wells

autor:H. G. Wells [Wells, H. G.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1896-01-01T00:00:00+00:00


—Sí.

—No sorberás el Agua; esa es la Ley. La mayoría de los Monstruos respeta la Ley cuando Moreau no anda por ahí, ¿eh?

—Fue el que me siguió.

—Por supuesto —asintió Montgomery—; eso es justo lo que hacen los carnívoros. Después de matar, beben. Es el sabor de la sangre. Pero ¿cómo era? ¿Podría reconocerlo?

Echó un vistazo a nuestro alrededor, a horcajadas sobre los sangrientos despojos del conejo, recorriendo con la mirada las sombras del follaje y los escondites de la selva que nos rodeaban.

—El sabor de la sangre —repitió.

Sacó su revólver, examinó los cartuchos y lo cargó. Luego comenzó a tirarse del labio inferior.

—Creo que podría reconocerlo. Lo dejé sin sentido. Seguro que tiene una buena herida en la frente.

—Pero tenemos que demostrar que fue él quien mató al conejo —dijo Montgomery—. ¡Ojalá nunca los hubiera traído aquí!

Yo hubiera continuado mi camino, pero él se quedó allí, rompiéndose la cabeza con aquel asunto del conejo mutilado. Yo me alejé para no ver los restos del conejo.

—¡Vamos! —dije.

Entonces pareció reaccionar y vino hacia mí.

—¿Sabe? Todos ellos parecen tener una especie de fijación y se niegan a comer nada que corretee por la tierra. Si alguna de esas bestias ha llegado accidentalmente a probar la sangre… —dijo, casi en un susurro.

Seguimos caminando en silencio.

—Me pregunto qué puede haber pasado —murmuró para sí.

Y luego, tras una pausa, añadió:

—El otro día hice una tontería. Le enseñé a mi criado a despellejar y cocinar un conejo. Es extraño… lo vi chupándose los dedos… En ningún momento se me ocurrió que… Debemos poner fin a esto. Tengo que decírselo a Moreau.

Durante el camino de vuelta no pensó en otra cosa. Moreau se tomó el asunto aún más en serio que Montgomery y huelga decir que me contagiaron su preocupación.

—Tenemos que darles un castigo ejemplar —dijo Moreau—. Estoy seguro de que el culpable es el Hombre Leopardo. Pero ¿cómo podríamos probarlo? Me gustaría que hubiese sido capaz de controlar su afición por la carne, Montgomery; de ser así no tendríamos estas alarmantes noticias. Nos podemos meter en un buen lío.

—He sido un estúpido —admitió Montgomery—. Pero ya está hecho. Y recuerde que usted me lo permitió.

—Hay que hacer algo rápidamente —dijo Moreau—. Supongo que, si algo ocurriera, M’ling sabrá cuidar de sí mismo.

—No estoy tan seguro de M’ling —dijo Montgomery—; creo que debería conocerlo.

Por la tarde, Moreau, Montgomery, M’ling y yo fuimos hasta las cabañas del barranco. Los tres hombres íbamos armados. M’ling llevaba la pequeña hacha con que cortaba la leña y unos rollos de alambre. Moreau llevaba al hombro una enorme asta de toro.

—Ahora verá usted una reunión de Monstruos —dijo Montgomery—. Es algo maravilloso.

Moreau no pronunció una sola palabra durante todo el camino, pero su rostro, de marcadas facciones, denotaba una profunda preocupación.

Cruzamos el barranco por el que humeaba el arroyo de agua caliente y seguimos el tortuoso sendero que discurría entre las cañas hasta un espacio claro cubierto de un polvo amarillo que a mí me pareció azufre. Por encima de una loma poblada de maleza asomaba la reluciente superficie del mar.



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