La herida imaginaria by Berta Dávila

La herida imaginaria by Berta Dávila

autor:Berta Dávila [Dávila, Berta]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2024-01-10T00:00:00+00:00


2

TÚ NO ESTÁS DESTINADA A TENER UN GATO

Todo lo que me había ocurrido formaba parte de los escombros de un edificio alto —mi existencia— derribado de un momento a otro por un terremoto y sus réplicas. Sentada sobre el tejado, que siempre es lo último en caer, observaba las ruinas debajo de él y recogía sin pretenderlo restos de distintas conversaciones, de distintos días y de distintos tamaños. En circunstancias inoportunas, los sucesos que rodeaban la muerte de mi padre empezaron a aparecer en mi cabeza sin avisar, y nunca en el orden en que se habían producido, sino mezclados con otras ideas que no deberían estar ahí. A los objetos de aquel desorden mental les atribuía siempre un sentido metafórico, una poesía pretenciosa y sentimental con la que esponjaba el relato de mi desgracia y de los hechos que la habían precedido.

Mi padre se había despertado con un ruido el día antes de morir. Aunque aquel ruido fuese un detalle insignificante, yo lo recordaba a todas horas, como si se tratase de un acontecimiento fundamental. Le pareció escuchar cómo nevaba fuera, aunque en Soutelo nunca nieva. No llamó a mi hermana y tampoco a Ada, que dormían en el cuarto de al lado porque a mi hermana no le gustaba pasar los fines de semana sola. Se puso un impermeable, una bufanda y un jersey de punto sintético que yo le había comprado —solo sabía hacerle regalos prácticos—, salió por su propio pie al jardín y, desde allí, vio un velo blanco de rocío perlado sobre la tierra en la finca de atrás, la que separa la casa de los vecinos de la suya. Como no hacía frío suficiente, enseguida comprendió que el ruido no podía tener nada que ver con la nieve, así que se acostó en una hamaca atada a las dos ramas gruesas de una higuera estéril, se cubrió las piernas con la bufanda y durmió un poco más.

A mi padre le gustaba dormir al raso, sin importar el tiempo que hiciese. A mi padre le gustaban pocas cosas, y la única rara era esa. A mediodía mi hermana preparó mejillones con limón y ensalada de tomate y después de comer decidieron ir a sembrar las nabizas durante toda la tarde mientras Ada montaba en bicicleta. Como él estaba cansado, en realidad fue mi hermana quien pasó el rastrillo por la tierra y echó la semilla, mientras él la miraba sentado en una silla plegable de playa y pensaba en el tiempo de recoger la verdura, que llegaría después de que le cambiasen la pila al marcapasos que llevaba adherido a su corazón defectuoso, en una pequeña intervención sin importancia algunos días más tarde.

Suponía que la hamaca no permanecería ya amarrada a la higuera, porque era imposible. Estaría —tal vez— parcialmente desprendida de las ramas por el viento. Suponía también que la finca de atrás habría florecido, y que podría encontrarla toda amarilla, como si alguien hubiese depositado sobre ella un tesoro soleado e inacabable. Recordaba



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