Keyle la pelirroja by Isaac Bashevis Singer

Keyle la pelirroja by Isaac Bashevis Singer

autor:Isaac Bashevis Singer [Singer, Isaac Bashevis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1972-01-01T00:00:00+00:00


2

Normalmente, cuando Max se preparaba para un encuentro con una mujer lo hacía en un estado de ánimo alegre. Pero esta vez, al ir a encontrarse con Fania en el antiguo apartamento de Isidor Goldin, sintió pesadez en el corazón. Era un lluvioso y frío día de otoño. Max no se había traído ropa de invierno y se resistía a adquirirla porque después, en Brasil, no la usaría nunca. Además, allí las modas eran diferentes a las de Polonia, donde los hombres se abrigaban con pellizas, sombreros de piel, chanclos y calzones largos de lana. Por otro lado, había errado en sus cálculos cuando viajó desde París a Varsovia. Había pensado que todo sucedería tan rápido como acostumbraba: buscaría a Yarme, juntos conseguirían media docena de hembras bonitas y tomarían un barco a Brasil. Allí, juntos podrían tener todos los placeres y ganar mucho dinero. Olvidó, al parecer, que tanto en Rusia como en Polonia todo se hacía despacio y se alargaba indefinidamente.

A su manera, Max se había enamorado de Keyle la Pelirroja. A menudo se decía que con ella y con Yarme podría obtener todos los placeres posibles y, por añadidura, ganar mucho dinero. Ahora, la huida de Keyle y el alcoholismo de Yarme le habían demostrado que el hombre nunca debe estar demasiado seguro de su propia fuerza. En realidad, Keyle no había huido de Yarme, sino de él, de Max. Era la primera vez que algo así le sucedía.

Entró en una pastelería en la calle Bialanska y adquirió una caja de bombones para Fania. En otro comercio compró un paraguas y una chaqueta de lana. De vez en cuando echaba una mirada hacia atrás para asegurarse de que no le seguía ningún agente secreto. Llevaba demasiado tiempo en Varsovia. Los empleados del hotel Krakovski lo miraban con suspicacia. La policía podría encontrar una buena cantidad de delitos del pasado. Las esposas que había dejado abandonadas y sin divorcio posible seguramente lo buscaban y habían solicitado órdenes de detención. De modo que, aunque el camino entre la pastelería y el apartamento de Fania era corto, Max tomó un droshky.

El droshky se detuvo en la dirección requerida y Max subió por la escalera a la tercera planta. Recordaba la casa como muy elegante, pero en comparación a Nueva York y Río de Janeiro todo le parecía provinciano, deslucido y anticuado. En cada planta había una escupidera con arena. Las puertas eran altas, anchas y pesadas, toda una fortificación. La del piso donde vivía Fania aún tenía pegada la placa de bronce con el nombre del propietario fallecido.

Max pulsó el timbre. En el pasado, en cuanto lo tocaba Fania abría la puerta. Ahora, en cambio, lo hizo esperar. Al cabo de un rato se oyeron sus pasos. La puerta, sujeta por una cadenita, se entreabrió. Durante un rato, unos rasgados ojos negros lo atravesaron con la mirada.

—Sí, soy yo. ¡Abre! —dijo Max.

Fania lo dejó entrar en el vestíbulo y exclamó en polaco:

—Jak Boga kocham! [«¡Por amor de Dios!»]. —Y añadió en yiddish—: No te he reconocido.



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