Caribe by José Luis Muñoz
autor:José Luis Muñoz [Muñoz, José Luis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2002-09-01T04:00:00+00:00
Capítulo XIV
Cuando abrió los ojos se extrañó de poder hacerlo y ver un cielo azul surcado por alguna nube algodonosa. ¿Era el cielo tal como se veía desde la Tierra? El murmullo del mar lo sacó de dudas. No había muerto. De no ser así, ¿había sido todo un sueño dentro de la general pesadilla en que se estaba convirtiendo su vida? Sentir su cuerpo, el dolor en el hombro, el del costado, la quemazón de su piel llagada, lo llevó al convencimiento de que el sueño había sido a medias. El cormorán y el cangrejo lo habían atacado, el sol lo había abrasado durante su larga inmovilidad, levantándole la piel, pero ¿quién lo sacó del agua cuando se ahogaba? ¿O fue él, que en un último y desesperado esfuerzo consiguió recuperar la conciencia, a un paso de la muerte, y ponerse a andar y ya no recordaba nada de lo que hizo?
Movió la cabeza y se incorporó. Estaba en la misma playa, pero alejado de la orilla, junto a la vecina floresta. Se felicitó por poder moverse tras la angustia de permanecer casi veinticuatro horas como muerto. Tenía hambre tras el prolongado ayuno, y sus tripas gemían de un modo escandaloso demandando pitanza. Intentó alzarse, pero las piernas no le respondieron y quedóse de rodillas. Entonces, asombrado, oyó una voz, desde luego la de un indígena, que le decía algo ininteligible con el tono musical de los taínos, y volvió la cabeza bruscamente buscando su origen.
Allí estaba, para su asombro, su salvador, y su rostro le era muy familiar. Sin lugar a dudas, el taíno debía de haberlo sacado del fondo del agua y lo había arrastrado hasta lugar seco, lo que sin duda era un mérito, dada la desproporción de su cuerpo con relación al suyo. ¿A quién debía su vida el vasco? A la devoción y a la simpatía que sentía por él un hermoso bujarrón taíno que al parecer lo había seguido en silencio inmune al desaliento, durante todos esos días, espiándolo, olvidando afrentas pasadas y su hosco proceder, y en el momento justo había actuado para salvarlo de las aguas. Estaba vivo sencillamente porque un hombre se había enamorado de él y no iba a permitir que el mar lo ahogara. Le debía la vida al amor, aunque sin duda no deseado, y, a pesar de su natural repugnancia hacia los sodomitas, debía agradecer lo que había hecho por él. Allí estaba, sonriéndole de una forma que a Marín lo turbaba —porque ésa era la forma de sonreír de un hombre cuando corteja a una dama—, aquel hermoso varón con más de mujer en sus venas que de masculinidad.
Se acercó con delicados pasos, se arrodilló junto a su cabeza y le tocó las mejillas y la nariz, y Marín de Urtubia no se vio ni con fuerzas ni con derecho a rechazarlo.
—Gracias —le dijo—. Gracias por haberme salvado la vida, amigo. Mi nombre es Marín. —Y como pudo el vasco se llevó la mano al
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