Atando cabos by E. Annie Proulx

Atando cabos by E. Annie Proulx

autor:E. Annie Proulx [Proulx, E. Annie]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1992-12-31T16:00:00+00:00


21

Navegación poética

NIEBLA. […] Las cálidas aguas de la Corriente del Golfo que se extienden hasta las latitudes altas tienden a producir niebla, especialmente en las cercanías de los Grandes Caladeros, donde el agua fría de la corriente del Labrador origina el mayor contraste con las temperaturas de las aguas adyacentes.

Diccionario del Marinero

Cuando volvieron a penetrar en el laberinto de rocas, el banco de niebla estaba a unos dos mil metros.

—En unos diez minutos saldremos de las rocas y las corrientes y pondremos rumbo a Killick-Claw —dijo Billy, gobernando la embarcación, que siguió un rumbo sinuoso que Quoyle sólo pudo imaginar—. Éstas son las rocas desde las que los Quoyle acechaban a los barcos —gritó. Quoyle pensó que notaba el tirón de la corriente que barría los acantilados, y miró fijamente el agua como si buscara cascos de barcos saturados de agua en las profundidades. Pasaron por entre una roca agrietada que Billy llamó el Hombre de la Red—. Es porque si se pierde algo, corchos o nasas o un buen trozo de cabo, misteriosamente termina enrollado alrededor del Hombre de la Red. Alguna corriente o remolino arrastra las cosas hasta allí, supongo, y se quedan sujetas a las grietas.

—Ahora hay algo —dijo Quoyle—. Algo como una caja. Párate, Billy, es una maleta —Billy viró hacia la roca que borboteaba, tendió a Quoyle un bichero.

—Date prisa con eso —la maleta estaba varada encima de una roca, donde la había dejado la marea que ahora se retiraba. Descansaba sobre un pequeño estante, como si alguien la hubiera puesto así. Quoyle enganchó el asa de cuerda y dio un tirón. El peso de la maleta la hizo caer dando vueltas al mar. Cuando emergió a la superficie volvió a tirar de ella para acercarla. Por fin consiguió agarrar el asa. Pesada, pero la subió a bordo. Billy no dijo nada, aceleró la embarcación entre los bajíos.

La maleta estaba negra debido al agua de mar. Con aspecto de ser cara pero con un asa de cuerda. Algo sucedía con ella. Probó las cerraduras pero estaban cerradas con llave. La niebla les alcanzó, espesa, emborronándolo todo. Hasta Billy, en la popa de la barca, aparecía difuminado e insustancial. Sin rumbo, ni horizonte ni cielo.

—Por el amor de Dios, Quoyle, ¡eres un depredador! Eres un auténtico Quoyle, con tu bichero.

—Está cerrada con llave. Tendremos que hacer saltar las cerraduras cuando lleguemos.

—Eso nos podría llevar un poco —dijo Billy—. Tenemos que averiguar el rumbo a tientas. Todavía no hemos salido de las rocas. Seguiremos avante hasta dejarlas atrás.

Quoyle esforzó la vista hasta que los ojos le picaron, sin haber visto nada. Le dominó la inquietud, ese miedo a las cosas invisibles que paraliza. Lo desconocido, con su horror, quedó teñido por pensamientos sobre los piratas Quoyle. Unos antepasados cuya inmunda sangre corría por sus venas, los que asesinaban a los náufragos, ahogaban a sus hijos no queridos, luchaban y aullaban, con barbas trenzadas en punta y con velas encendidas incrustadas en el pelo. Palos puntiagudos, endurecidos en el fuego.



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