Tres días salvajes by Jordi Sierra i Fabra

Tres días salvajes by Jordi Sierra i Fabra

autor:Jordi Sierra i Fabra
La lengua: eng
Format: epub
editor: Editorial SiF
publicado: 2020-06-22T00:00:00+00:00


13

Sultán, el juguetón

Sultán era un toro.

Pero incluso él, de haber podido, hubiera matizado.

Hay toros y toros, y Sultán tenía muy poco que ver, casi nada de nada, con sus primos bravos, bravísimos, estrellas de las corridas sanguinarias y crueles en las que caían como moscas a pesar de su bravura.

Por esa misma razón, Sultán seguía vivo.

Feliz, radiante, divertida y juguetonamente vivo.

A Sultán le encantaban las personas, porque nunca le hicieron

daño antes, y porque su dueño, que era un humano, le daba comida a diario, le trataba cariñosamente, le mimaba y le dejaba corretear por aquel inmenso prado. Al menos hasta donde la cerca se lo permitiese. A Sultán le encantaban otras muchas cosas: las mariposas, los días radiantes como aquel, la primavera que le encendía la sangre y le proporcionaba un extraño hormigueo por todo el cuerpo, los perros, los gatos, los pájaros –sobre todo los pájaros, porque iban y venían por encima de la cerca como si nada, ¡y lo bien que piaban!–, los árboles que daban buena sombra, la lluvia, la hierba...

Y su color favorito: el rojo.

Le chiflaba el rojo, le disparaba la adrenalina –cosa que Sultán no sabía qué era, pero sentía–, le ponía a cien, le hacía retroceder en el tiempo, hasta volver a ser un joven toro, no como ahora, con los cuernos ya muy gastados y uno medio caído hacia abajo. El color rojo le hacía vibrar de emoción.

Y eso que por allí no abundaba.

Así que ahora estaba como quien ve visiones, sin acabárselo de creer. Tres humanos, tres, tumbados en su prado, y uno de ellos luciendo un espléndido, vivo y excitante jersey rojo.

¡Oooh, el éxtasis de Sultán no tuvo límites!

Se acercó a sus muy queridos visitantes moviendo la cola. No se cortó un pelo al saludarles, demostrando una exquisita cortesía al mugir su más estentóreo:

–¡Muuu!

Y los tres salieron disparados, uno en cada dirección, gritando. Sultán hubiera hecho un salto mortal de alegría de haber podido y de haber sabido.

Se olvidó de los dos que no interesaban. El humano perfecto

era el que lucía aquella maravillosa prenda de color rojo. Adivinó sus intenciones al verle correr hacia la cerca. ¡Ah, Sultán no era tonto! Apretó un poco el trote y le cortó la retirada. ¡Y qué bien gritaba!

–¡Aaaaaaah!

De haber sabido lo que estaba pensando el toro en ese momento, Víctor no lo habría creído, así que hubiera gritado igual.

–¡Esquívale, Víctor!

–¡Quítate el jersey!

Eran dos buenos consejos, pero bastante impracticables dada

la situación. ¿Cómo se esquivaba a un toro-toro salvaje? ¿Y cómo se quitaba uno un jersey corriendo, sin pegarse el gran leñazo y permitir que el animal le cornee?

Sultán echó a correr de nuevo.

No quería cogerle. Si le cogía, se acababa el juego.

Eso sí lo sabía: los humanos tenían muy poco aguante. Víctor lo probó por la derecha. Sultán, que conocía bien su prado, le impidió llegar a la cerca. Víctor lo probó por la izquierda. Sultán le cortó el paso. Víctor corría y Sultán corría. Víctor se detenía y Sultán se detenía. Los dos se miraban sin apartarse los ojos el uno del otro.



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