Santiago en el fin del mundo by Jesús Bastante

Santiago en el fin del mundo by Jesús Bastante

autor:Jesús Bastante [Bastante, Jesús]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2021-01-01T00:00:00+00:00


41

«¡Santiago…! ¡Santiago! ¿Dónde estás?», Atanasio despertó con el alba, completamente empapado por la lluvia. El colchón de musgo que los había acogido era mullido, pero también tenía la virtud de multiplicar la humedad, y sumergirla hasta lo más profundo de sus huesos, que crujían al estirarse. A su lado, Teodoro respiraba agitado, acurrucado como un ovillo para tratar de que remitiera el dolor de estómago. Malditas bayas…

Fileto, pegado a la roca, abrió los ojos y agarró, como por instinto, la pequeña daga que llevaba pegada al pecho desde el comienzo de aquel extraño viaje. La lluvia había dejado paso al frío, y a una brisa gélida que se introducía entre sus ropas y agarrotaba sus huesos.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué gritas? —preguntó a Atanasio, que corría de un lado al otro, sin atreverse a separarse demasiado del resto, en especial de Teodoro, no fuera también a desaparecer.

—¡Santiagooo! No está, ¡se lo han llevado!

—Tranquilízate, amigo —terció Fileto—. Nadie entra en estos bosques, y menos en una noche de perros como la que hemos pasado. Tal vez haya ido a despejarse, y se haya perdido, eso es todo.

—Tú sabes dónde está, ¿no es cierto? —bramó Atanasio, acercándose a su compañero de viaje—. ¿Dónde está? —le preguntó, zarandeándolo.

—Suéltame, Atanasio. Tranquilízate, respira. Vamos a buscarle —respondió Fileto, zafándose del agarrón del discípulo del Zebedeo—. Levantemos a Teodoro.

Resultó más difícil de lo que parecía, pues Teodoro apenas podía sostenerse en pie. «Id a buscar al maestro, yo os espero aquí», murmuró, corroído por el dolor, cosido por la fiebre. «Ni hablar, no te dejaré aquí», respondió Atanasio, tomándolo por los hombros y colocándolo a horcajadas, sobre su espalda.

Caminaron muy despacio, durante horas. El bosque parecía haberles envuelto en una espiral de la que no lograban salir y, si no fuera por la inmensa roca junto a la que habían dormitado, hubieran pensado que estaban volviendo, una y otra vez, al lugar de partida. Fileto abría el camino, haciendo una marca cada cinco árboles, y mirando constantemente hacia atrás para cerciorarse de que Atanasio, con Teodoro a su espalda, le seguía. Allí no había rastro alguno de Santiago. No respondía a sus gritos, no había huellas de su paso en ninguna de las direcciones por las que apostaron.

Pasado el mediodía, Atanasio se derrumbó, cayendo junto a su amigo al suelo, en una postura que resultaría cómica si no se encontraran perdidos, hambrientos, asustados y desanimados.

—Paremos a descansar —acertó a decir Atanasio, tratando de aportar algo de dignidad a su caída.

—De acuerdo —concedió Fileto, ofreciendo un pellejo de agua a sus compañeros, que bebieron con avidez—. Despacio, agua parece que es lo único que no nos va a faltar.

Hasta Teodoro, algo recuperado, sonrió con la ocurrencia. «Nos salvará el humor», pensó Fileto.

—Debemos seguir hacia el este. Continuar con el plan previsto. Es el único modo de salir de aquí —dijo, al fin, después de buscar en su corazón las palabras justas.

Sabía que esta decisión supondría un desgarro en Atanasio y Teodoro, una brecha en el alma, pero no había otra solución posible.



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