Belén by J. J. Benítez

Belén by J. J. Benítez

autor:J. J. Benítez [Benítez, J. J.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Ciencia ficción, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-10-26T00:00:00+00:00


DEL 8 AL 10 DE AGOSTO

(AÑO 27)

Fue, sin duda, un acierto…

Cada grupo, como digo, se fue por su lado.

Abner y los «justos» se dirigieron al monte Gilboá.

Andrés consultó con Tomás, responsable de los itinerarios en los viajes, y este recomendó la colina de Sartabá, a escasos ocho kilómetros hacia el norte.

El Maestro aceptó.

Y hacia allí nos dirigimos.

Y el viernes, 8 de agosto (año 27), a eso de la tercia (nueve de la mañana), alcanzamos la base del monte.

El Sartabá era una elevación modesta: 377 metros sobre el nivel del mar Mediterráneo y 650 sobre el valle del Jordán. La cima era cónica y sobresaliente. Pertenecía a la cordillera de Um Jalil. Era puro yeso y pura caliza, pertenecientes al período del Eoceno. Las laderas eran abruptas y conquistadas por bosques de viejos balanites egipcios —altos y dorados—, salvadora persa, y una especie de árbol desconocida para mí. La llamaban «hiperión». Jamás vi cosa igual. Eran ejemplares de cien metros de altura. Para que nos hagamos una idea, la estatua de la Libertad, en Nueva York, alcanza 93 metros… Me hallaba, probablemente, ante el árbol más alto de Israel.

Montamos las tiendas cerca de una balsa, preparamos la cocina de campaña, y ascendimos a lo alto del monte.

Felipe y los gemelos permanecieron junto al reda, preparando la cena.

Y, al atravesar uno de los bosques de hiperiones, escuchamos un sonido imposible.

Presté atención.

No me equivocaba.

Tampoco sufría una alucinación.

Pero ¿cómo era posible?

¡Violines!

En lo alto de los árboles se escuchaba un sonido parecido al que hubieran producido diez o quince armoniosos violines.

Nos interrogamos mutuamente, pero nadie supo explicarlo.

Y continuamos hacia la cumbre.

Quedé desconcertado. ¿Quién tocaba el violín en lo alto de los hiperiones?

La cima era una planicie, atormentada por rocas jóvenes, afiladas e inconscientes, entre las que nacía un manantial silencioso y prometedor. El agua, con un extraño sabor a flúor, terminaba suicidándose por una de las laderas. Después se remansaba al pie del Sartabá, en la referida balsa.

Las vistas eran pura belleza.

Hacia el este divisamos la negrura de las selvas del Jordán y, más allá, las montañas azules de Galaad. Al norte saludó la inmensa Samaría, siempre misteriosa, con sus cordilleras desafiantes. Al sur espejeaba el mar de la Sal…

Respiramos con ambición y nos relajamos.

Eso era lo que buscábamos…

Parte de la planicie se hallaba habitada por miles y miles de lirios de Samaría, blancos y azules, espinos traidores, y varthemias de todos los colores.

En un extremo de la explanada descubrimos los restos de una antigua fortaleza.

Bartolomé nos instruyó.

Se trataba del Alejandrión, un palacio y castillo levantados por Alejandro Janeo hacía mucho[16].

Y, entre las piedras, acertamos a descubrir tres chozas de madera y paja.

Las habitaban una familia de origen fenicio, muy peculiar…

Los llamaban «los avestruces». El padre y varios de los hijos presentaban una enfermedad singular: los pies disponían de tres únicos dedos, parecidos a los de los avestruces.

Siempre iban descalzos.

Se trataba de un caso de ectrodactilia, una alteración genética, conocida también como síndrome de Karsch Neugebauer. Como consecuencia de la enfermedad, las personas nacen con los dedos de los pies o de las manos en forma de pinzas de langosta.



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