La cocinera de Frida by Florencia Etcheves

La cocinera de Frida by Florencia Etcheves

autor:Florencia Etcheves [ETCHEVES, FLORENCIA]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Planeta México
publicado: 2022-09-09T05:00:00+00:00


San Francisco, septiembre de 1940

Las medicinas y recomendaciones del doctor Eloesser aliviaron el cuerpo de Nayeli. Cuando pudo levantarse, en la soledad del departamento, tenía las manos inquietas. Las puntas de sus dedos manifestaban unas ganas pasmosas de cocinar: hundirse en masas blancas y suaves, quitar las cáscaras de las frutas para dejar sus pulpas jugosas expuestas y libres, y desgranar los alimentos para convertirlos en mole. Cocinar era todo lo que necesitaba, lo único que la calmaba. En esos momentos, las texturas y sabores la llevaban a Tehuantepec. Su lugar, su tierra.

Frida le había dejado dinero sobre la mesa, unos billetes de color verde que nunca había visto. No tenía idea cuánto valían o cuánta comida podía comprar con cada uno de ellos. Se acomodó el rebozo y con una canasta que encontró en un rincón se aventuró a las calles.

La primera cuadra la llenó de miedos. El ruido de los motores y cláxones de los autos, la gente que pasaba a su lado sin verla y las vestimentas extrañas estuvieron a punto de hacerla desistir. Pero la curiosidad ganó. Un olor acre a aceite reutilizado le hizo fruncir la nariz. En la esquina, una mujer rolliza de cabello corto, con un delantal manchado de grasa servía salchichas fritas dentro de panes de un color que le resultó extraño. El puesto en el que atendía era pequeño y estaba armado con maderas pintadas. Nayeli intentó descifrar las letras del cartel enorme que cubría la parte delantera. A pesar de que Frida le había enseñado algo de lectura, no logró entender ni una palabra.

—Buenos días, señora. ¿Usted me podría indicar dónde está el mercado? —preguntó levantando el tono de voz. Se había dado cuenta rápido de que en San Francisco había dos opciones: imponerse o dejarse llevar.

La mujer inclinó la cabeza hacia un lado sin dejar de mirar a la jovencita que le hablaba en un idioma que no entendía, pero que no le resultaba extraño. Levantó su brazo y llamó a un muchacho delgado que barría la banqueta a unos pocos metros. Nayeli no necesitó que el chico abriera la boca para saber que era mexicano. El cabello negro y brillante, la sonrisa que le ocupaba todo el rostro y la picardía de los ojos oscuros la hicieron sentir en casa. La mujer le dijo algo en inglés mientras señalaba a Nayeli.

—Buenos días, señorita —dijo el muchacho y le tendió la mano—. ¿En qué la podemos ayudar?

—Ando buscando el mercado.

—Sí, claro. Es su día de suerte. Del otro lado de la calle hay un mercado bonito. No es un mercado como los nuestros, pero tiene bastantes cosas. Y además hay muchos mexicanos trabajando en ese lugar, el idioma no será problema —respondió y le guiñó un ojo.

El mercado era pequeño pero bien surtido. Y el muchacho tenía razón: los que vendían, vociferaban los precios y las calidades, los que recomendaban las mejores frutas y verduras eran mexicanos. Lo hacían con la pasión y el entendimiento de los que saben aprovechar cada uno de los brotes que da la tierra.



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