El alcohol y la nostalgia by Mathias Enard

El alcohol y la nostalgia by Mathias Enard

autor:Mathias Enard [Enard, Mathias]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2010-12-31T16:00:00+00:00


SAN PETERSBURGO

Sé que te acuerdas de Petersburgo, Vladímir, que te acuerdas como se acuerda Jeanne, como yo mismo la recuerdo perfectamente, la ciudad de Pedro el Grande en la desembocadura del Neva que a mí me parecía el Gran Norte, era a finales de diciembre, yo acababa de llegar a Rusia. En Moscú, Jeanne nos había presentado y yo te miraba con desconfianza, como tú me mirabas con desconfianza a mí, un muy buen amigo, dijo ella, Vladímir, le llamamos Volodia, nos estrechamos la mano sin saber lo que se estaba sellando en ese saludo. Volodia es un gran especialista en literatura, dijo Jeanne, y eso todavía me intimidó más. Está en el doctorado conmigo, añadió. Tú me sonreías con un punto de ironía, al menos eso me pareció. Descubrí la carne roja de Moscú, el pequeño apartamento de Jeanne, junto a un parque muy cenagoso a finales de aquel otoño; no hacía tanto frío, pero nevaba, y el granizo cubría la ciudad con una mortaja de mugre. Yo me agarraba al brazo de Jeanne como un niño asustado por la inmensidad ruidosa de la ciudad, de esas avenidas transformadas en autopistas que los peatones humillados deben atravesar por el subsuelo, de esas interminables alineaciones de edificios que me parecían idénticos, con pequeñas puertas bajo sus porches de hormigón, cientos de pequeñas puertas y de porches de hormigón que protegían el hueco de una escalera donde siempre parpadeaba un neón enfermo o púdico, vacilando sin iluminar realmente lo que esos escondrijos escondían para mí de melancolía, en el olor a col que debía de flotar allí desde el invierno anterior. Todo aquello era tan opuesto al centro relumbrante, alrededor de Arbat la de las hermosas tiendas, la de los antiguos supermercados soviéticos transformados en una versión todavía más lujosa de las Galerías Lafayette o de Bon Marché, ante los cuales rodaban inmensos 4×4 negros con los cristales tintados de los que bajaban, más bien resbalaban, gigantescas rubias envueltas en pieles, encaramadas en lo alto de unos tacones tan finos que a cada instante parecía que fuesen a perforar el macadán y a hundirse, a hundirse en las profundidades de la ciudad: pero la ciudad no decía nada, no se quejaba al ser acribillada por alfileres como una muñeca vudú, muy al contrario, esa capital soñaba con ser un alcantarillado para poder echar un vistazo, desde el subsuelo, bajo las faldas tan cortas de aquellos verdugos del ladrillo y del deseo que iban a pulirse miles de rublos en encajes importados en el Gum crujiente de oro cuyas guirnaldas brillaban mucho más que el Kremlin, mucho más que San Basilio, mucho más que el sombrío búnker del mausoleo de Lenin, y su ilustre ocupante no debía de quejarse, no, y regalarse de cuando en cuando una erección de cera al paso de aquellos batallones de piernas negras y sedosas que atravesaban la plaza y le cambiaban el ruido de botas de los tiempos antiguos. La bella de Moscú había encontrado sus



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