María de Benimamet by Jesús Hernándiz Badía

María de Benimamet by Jesús Hernándiz Badía

autor:Jesús Hernándiz Badía
La lengua: spa
Format: epub
editor: Books on Demand
publicado: 2022-05-15T00:00:00+00:00


Capítulo 8. En Madrid

Llegó Sorolla a Madrid en tren sin la familia, que se había quedado hasta mitad de septiembre en Valencia. La estación de Atocha, o “del Mediodía”, que estaba repleta de viajeros con sus equipajes, se había creado unos años antes, en 1851. El edificio principal, de 1888, era ejemplo de la arquitectura del hierro de Alberto de Palacio, discípulo de Gustave Eiffel. Se convirtió en el punto de entrada de los inmigrantes a Madrid, en un ambiente costumbrista en el que se incluía el pequeño “hampa del estraperlo”, los carteristas, los trileros y el timo de la estampita. Sorolla ya no caía en estas trampas.

Madrid había pasado por una época de cambios en la que se demolieron conventos y se abrieron nuevas calles y plazas a raíz de la desamortización de Mendizábal. La ciudad estaba creciendo, la burguesía había conseguido demoler la cerca de Felipe IV, gracias al plan Castro y la realización de los ensanches. La capital fue adquiriendo otro carácter, reflejado en las novelas de Pérez Galdós y Baroja, y superaba ya los 400.000 habitantes. Como consecuencia, empezaron a crearse los primeros medios de transporte público y en 1871 se abrieron las primeras líneas de tranvía, uniendo la Puerta del Sol con los barrios más alejados del centro.

Una epidemia de cólera que segó la vida de 1.366 personas, y un contexto de crecientes impuestos produjeron en el verano de 1892 el conocido como “motín de las verduleras”, a raíz de las tasas a la venta ambulante impuestas a este sector. Aun así, Madrid aún parecía más una antigua villa que una ciudad moderna. Por eso, el crecimiento produjo la absorción de distintos núcleos de población hasta entonces independientes de la capital: hacia el suroeste los Carabancheles (Alto y Bajo); hacia el norte, Chamartín de la Rosa; por la carretera de Valencia, Vallecas y Vicálvaro; por la calzada de Aragón, Canillejas; y por la carretera de Burgos, Fuencarral. Nuevos arrabales como las Ventas, Tetuán o el Carmen, daban acogida al recién llegado proletariado, mientras en los ensanches se instalaba la burguesía madrileña.

Madrid seguía sin tener playa, pero de todo lo demás lo tenía en abundancia. Vivir en la capital había sido una decisión muy meditada por Sorolla y Clotilde, quien entendía que la profesión de su marido estaba y debía estar por encima de todo, y ellos al servicio de este objetivo, que no era otro que el artista llegara lo más lejos posible y que su obra traspasara fronteras. Él tenía la habilidad, y los dos el conocimiento y deseo de cómo debían dirigir la carrera y el precio que había que pagar para conseguirlo. La dedicación de Sorolla a la pintura, los viajes, exposiciones o relaciones públicas absorbían la mayor parte de su vida, y su concentración no podía ser interrumpida. Clotilde era una persona con formación, culta, que ya había crecido en casa de un artista, su padre, y conocía de qué iba este mundo y cómo había que moverse, por lo que era muy buena consejera de su marido, que formaba parte de la obra de Clotilde también.



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