Las cien puertas by Begoña Pro Uriarte

Las cien puertas by Begoña Pro Uriarte

autor:Begoña Pro Uriarte [Pro Uriarte, Begoña]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2023-09-04T00:00:00+00:00


El Dorre

PORRIMA, LA PROTECTORA DE LOS PARTOS

El viento soplaba del sur. El bochorno se seguía sintiendo a pesar de que el sol hacía tiempo que se había ocultado. La risa de Carlo acaparó mi atención mientras correteaba cerca del río con los hijos de Hermesinda. Hacía un mes que su padre había muerto y parecía haberlo encajado bien. Carlo metió los pies en el río y salpicó a sus compañeros de juegos. El agua se elevó por el impulso de las pequeñas manos del chiquillo. A través de ellas, la noche parecía más fresca y llevadera. La superficie del río se estremecía cada vez que el aire se deslizaba sobre ella, rozándola con su manto cálido. Yo estaba sentado, evitando pensar. Apoyé mis manos atrás y elevé la cabeza al cielo, preguntándome qué era lo que se esperaba de mí. Hermesinda puso su mano sobre mi hombro y se sentó a mi lado.

—Carlo estará bien contigo —me dijo leyendo mis pensamientos.

Intenté sonreír, pero no pude y mi cara tan solo fue capaz de mostrar una mueca. Quería creerla, quería poder decir que era posible. Pero, en el fondo de mi corazón, algo me indicaba que no estaba preparado y, aunque lo hubiera estado, mi estilo de vida no era el apropiado para criar a un niño. Su padre me lo había demostrado. Tras el funeral, había ido a hablar con la cocinera de Fernando. Le había sugerido, primero, y rogado, después, la posibilidad de que aceptara a Carlo como un hijo más, que lo adoptara, haciéndole parte de su familia. La mujer me había dado cien razones, cada una válida y de peso, para demostrarme que ese punto era del todo imposible. Vivían en una modesta casa de tan solo un dormitorio y su suegra dormía en la cocina. Y luego estaban sus propios hijos, su trabajo, su pobreza.

No me di por vencido. Pensaba que mis razones pesarían más que las suyas e intentaba ablandar el corazón de esa buena mujer. Después de cuatro días, claudiqué. Lo único que conseguí de ella fue que prometiera cuidar de Carlo en momentos puntuales, si alguno de los dos estábamos enfermos o en los días de mucho frío y nieve. Busqué otras alternativas. Hermesinda me recomendó que probara suerte con otras mujeres de Puente la Reina o de los alrededores, incluso con algún monasterio o cenobio. Pero no tuve suerte con las mujeres y me aterró la idea de dejar a Carlo con desconocidos. También probé suerte con frey Tizón.

—Nosotros no nos ocupamos de cuidar niños —me dijo rápidamente. En su voz no había reproche ni dureza. Solo estaba constatando un hecho. Al principio me sentí molesto y desesperado. El templario me miró con esos ojos perspicaces que parecían penetrar en el pensamiento.

—Me consta que Carlo confía en ti y te aprecia, y tú también le aprecias. ¿Por qué insistes entonces en desprenderte de él y de la promesa que le hiciste a su padre?

—No quiero faltar a mi promesa. Solo busco lo mejor para el chico.



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