Zalacaín el aventurero by Pío Baroja

Zalacaín el aventurero by Pío Baroja

autor:Pío Baroja [Baroja, Pío]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1909-01-01T00:00:00+00:00


Silbaban las balas. Se veía una nubecilla blanca y pasaba al mismo tiempo una bala por encima de las cabezas de los fugitivos. El extranjero, la señorita y Martín se guarecieron cada uno detrás de un árbol y se repartieron los cartuchos. La señora vieja, sollozando, se tiró en la hierba, por consejo de Martín.

—¿Es usted buen tirador? —preguntó Zalacaín al extranjero.

—¿Yo? Sí. Bastante regular.

—¿Y usted, señorita?

—También he tirado algunas veces.

Seis hombres se fueron acercando a unos cien metros de donde estaban guarecidos Martín, la señorita y el extranjero. Uno de ellos era Luschía.

—A ese ciudadano le voy a dejar cojo para toda su vida —dijo el extranjero.

Efectivamente, disparó y uno de los hombres cayó al suelo dando gritos.

—Buena puntería —dijo Martín.

—No es mala —contestó fríamente el extranjero.

Los otros cinco hombres recogieron al herido y lo retiraron hacia un declive. Luego, cuatro de ellos, dirigidos por Luschía, dispararon al árbol de dónde había salido el tiro. Creían, sin duda, que allí estaban refugiados Martín y Bautista y se fueron acercando al árbol. Entonces disparó Martín e hirió a uno en una mano.

Quedaban sólo tres hábiles, y, retrocediendo y arrimándose a los árboles, siguieron haciendo disparos.

—¿Habrá descansado algo su madre? —preguntó Martín a la señorita.

—Sí.

—Que siga huyendo. Vaya usted también.

—No, no.

—No hay que perder tiempo —gritó Martín, dando una patada en el suelo—. Ella sola o con usted. ¡Hala! En seguida.

La señorita dejó el fusil a Martín y, en unión de su madre, comenzó a marchar por la carretera.

El extranjero y Martín esperaron, luego fueron retrocediendo sin disparar, hasta que, al llegar a una vuelta del camino, comenzaron a correr con toda la fuerza de sus piernas. Pronto se reunieron con la señora y su hija.

La carrera terminó a la media hora, al oír que las balas comenzaban a silbar por encima de sus cabezas.

Allí no había árboles donde guarecerse, pero sí unos montes de piedra machacada para el lecho de la carretera, y en uno de ellos se tendió Martín y en el otro el extranjero. La señora y su hija se echaron en el suelo.

Al poco tiempo, aparecieron varios hombres; sin duda, ninguno quería acercarse y llevaban la idea de rodear a los fugitivos y de cogerlos entre dos fuegos.

Cuatro hombres fueron a campo traviesa por entre maizales, por un lado de la carretera, mientras otros cuatro avanzaban por otro lado, entre manzanos.

—Si Bautista no viene pronto con gente, creo que nos vamos a ver apurados —exclamó Martín.

La señora, al oírle, lanzó nuevos gemidos y comenzó a lamentarse, con grandes sollozos, de haber escapado.

El extranjero sacó un reloj y murmuró:

—Tenía tiempo. No habrá encontrado nadie.

—Eso debe ser —dijo Martín.

—Veremos si aquí podemos resistir algo —repuso el extranjero.

—¡Hermoso día! —murmuró Martín.

—La verdad es que un día tan hermoso convida a todo, hasta que le peguen a uno un tiro.

—Por si acaso, habrá que evitarlo en lo posible.

Dos o tres balas pasaron silbando y fueron a estrellarse en el suelo.

—¡Rendíos! —dijo la voz de Belcha, por entre unos manzanos.

—Venid a cogernos



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