Yo Y Kaminski by Daniel Kehlmann

Yo Y Kaminski by Daniel Kehlmann

autor:Daniel Kehlmann
La lengua: spa
Format: epub
Tags: prose_contemporary
ISBN: 9788496489066
editor: www.papyrefb2.net


VII

AHORA estaba conduciendo de veras el BMW. La carretera descendía empinada, los faros tan sólo arrancaban a la oscuridad unos metros de asfalto; costaba tomar las curvas. Otra más: giré bruscamente el volante, la carretera se curvó más y más; pensé que ya había terminado, pero continuaba; nos acercamos peligrosamente al lado derecho, el motor renqueó, y reduje la marcha. El motor gimió, habíamos dejado atrás la curva.

—Tiene que reducir antes—me advirtió Kaminski.

Me ahorré la respuesta porque había llegado la curva siguiente y necesitaba concentrarme: cambiar de marcha, aminorar un poco la velocidad, reducir... El motor emitió un profundo zumbido, la carretera se estiró formando una línea recta.

—¿Lo ve?—dijo.

Le oí chasquear la lengua, observé de reojo el movimiento de sus mandíbulas. Llevaba puestas las gafas negras, las manos juntas en el regazo y la cabeza reclinada hacia atrás; seguía llevando la bata encima de la camisa y el jersey. Yo le había atado los cordones de los zapatos y le había puesto el cinturón de seguridad, pero él se lo había desabrochado en el acto. Parecía pálido y excitado. Abrí la guantera y guardé el dictáfono conectado en su interior.

—¿Cuándo fue su último encuentro con Rieming?

—Un día antes de que zarpase su barco. Fuimos a dar un paseo. Él llevaba dos abrigos, uno encima del otro, porque tenía frío. Al referirle que tenía problemas con la vista, él comentó: «Ejercite su memoria.» No paraba de palmotear y le lloraban los ojos. Estaba muy preocupado por el viaje, el agua le aterrorizaba. Richard le tenía miedo a todo.

De pronto nos encontramos en la curva más larga que había visto en mi vida: durante un minuto sentí como si girásemos en círculo.

—¿Y la relación con su madre?

Kaminski guardaba silencio. Aparecieron las casas del pueblo: sombras negras, ventanas iluminadas, un cartel con el nombre de la localidad. Durante unos segundos, las farolas de la calle se balancearon por encima de nuestras cabezas, la plaza principal mostró sus escaparates iluminados. Otro cartel con el nombre de la localidad, esta vez tachado; a continuación, de nuevo la oscuridad.

—Él se limitaba a permanecer allí. Le daban de comer, leía su periódico y por las noches se iba a su habitación a trabajar. Mamá y él siempre se trataban de usted.

Las curvas se tornaron más abiertas, relajé mis manos en el volante y me recliné en el asiento. Poco a poco me iba acostumbrando.

—Era evidente que a él no le apetecía nada incluir mis garabatos en su libro. Pero me tenía miedo.

—¿De veras?

Kaminski soltó una risita contenida.

—Yo tenía quince años y estaba un poco loco. El pobre Richard me creía capaz de cualquier cosa. ¡Desde luego no fui un niño agradable!

Callé malhumorado. Lo que me estaba contando causaría sensación, como es lógico; pero a lo mejor sólo pretendía engañarme, porque desde luego sus palabras sonaban poco verosímiles. ¿A quién podía preguntar? A mi lado se sentaba la última persona que había conocido a Rieming. Y todo lo que éste había sido al margen de los libros—los dos abrigos, el palmoteo, el miedo y los ojos llorosos—desaparecería con su memoria.



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