Viajes con Heródoto by Ryszard Kapuscinski

Viajes con Heródoto by Ryszard Kapuscinski

autor:Ryszard Kapuscinski [Kapuscinski, Ryszard]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Comunicación, Historia, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 2003-12-31T16:00:00+00:00


ENTRE REYES MUERTOS Y DIOSES OLVIDADOS

El deseo de permanecer por más tiempo con Darío hace que rompa el orden de mis viajes y me traslade del Congo de 1960 al Irán de 1979, es decir, al escenario de esa revolución islámica que encabeza un anciano vetusto, adusto e inexorable, el ayatolá Jomeini.

Este saltar de una época a otra siempre ha sido una gran tentación del hombre, que, siendo esclavo y víctima de las implacables leyes del tiempo, anhela, aunque sólo sea por un momento y a sabiendas de que se trata de una ilusión, sentirse su amo y señor, elevarse por encima de él para poder establecer su propio orden de épocas, estadios y períodos, juntarlos o separarlos, manejarlos a su antojo.

Pero ¿por qué precisamente Darío? Porque al leer lo que dice Heródoto sobre los soberanos orientales, vemos que, si bien es cierto que todos ellos cometen actos crueles, hay entre ellos algunos que a veces hacen algo más, y que ese «más» puede ser útil y bueno. Tal es el caso de Darío. Por un lado, asesino. Al menos en el momento en que partía con su ejército contra los escitas: Entonces sucedió que uno de los persas, llamado Eobazo, el cual tenía tres hijos y los tres partían para aquella campaña, suplicó a Darío que de los tres dejase a uno en su casa. Respondiole Darío que, siendo él su amigo y pidiéndole un favor tan pequeño, quería darle el gusto cumplido dejándole a los tres. Eobazo no cabía en sí de contento, creyendo que sus hijos quedarían libres y exentos de marchar a la guerra; pero Darío dio orden de que los ejecutores de sus sentencias matasen a todos los hijos de Eobazo, y de este modo, degollados, quedaron con su padre.

Por otra parte, sin embargo, era un buen gobernante: cuidó de los caminos y el correo, acuñó moneda y apoyó el comercio. Y, sobre todo, casi en el mismo momento en que se atavía con la diadema real, empieza a construir una ciudad magnífica, Persépolis, cuyo esplendor e importancia se compara con los de La Meca y Jerusalén.

Estoy en Teherán, describiendo las últimas semanas del sha. La ciudad, enorme, caótica, diseminada sobre un arenal, está totalmente desorganizada. El tráfico se ve paralizado cada día por manifestaciones sin fin. Hombres —todos de pelo negro— y mujeres —todas con chador— caminan en columnas de uno o, incluso, varios kilómetros cantando, coreando consignas, alzando los puños en rítmicas amenazas. A cada momento salen a las calles y plazas carros blindados que disparan sobre los manifestantes. Las balas no son de fogueo, hay muertos y heridos, las muchedumbres se dispersan; impelida por un miedo atroz, la gente busca refugio en los portales.

Tiradores de élite disparan desde los tejados. La persona que alcanzan hace un movimiento hacia delante, como si hubiese tropezado y estuviese a punto de caer de bruces, pero enseguida la sostienen otras que caminan a su lado y la llevan hasta la acera, mientras la manifestación sigue adelante amenazando rítmicamente con los puños.



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