Una hamburguesa para cenar by Javier Martos

Una hamburguesa para cenar by Javier Martos

autor:Javier Martos [Martos, Javier]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Cuentos, Terror
publicado: 2015-12-29T23:00:00+00:00


Un par de monedas

Cuando despertó todo fue oscuridad.

Sobre los párpados notaba una ligera presión que le impedía abrir los ojos. El hombre se incorporó sobre los codos —yacía en posición horizontal, boca arriba—, y entonces se hizo la luz, aunque bastante tenue y ensombrecida. Parpadeó unas cuantas veces y no tardó en recuperar la nitidez de la vista.

Dos pequeños objetos le habían caído de los ojos en el regazo y después de observarlos como un pasmarote dedujo que no eran más que un par de monedas. Bastante antiguas, mal acuñadas, con una efigie que no reconoció grabada en una de las caras. En el otro lado aparecía un emblema que tampoco identificó. Parecían hechas de cobre, quizá de bronce, o hasta puede que de una aleación de ambos materiales; aunque él no habría sido capaz de apreciar la diferencia.

Estoy muerto, fue lo primero que se le pasó por la cabeza. Y no andaba descaminado.

Alzó la vista y reparó en que se encontraba en mitad de un bosque frondoso, con los troncos muy apretados entre sí, y con una espesa niebla blanquecina, de medio metro de altura, extendida como un manto por lo más profundo del terreno atestado de arbustos y maleza.

El silencio era absoluto, y eso le preocupó: fácilmente debería estar escuchando el cri cri de los grillos, el reptar de una serpiente o el crujido de las hojas al paso de un animalillo…

Miró su reloj y lo descubrió parado, las manecillas quietas en las doce en punto. Por la luz existente, debía de ser una hora avanzada del atardecer, casi acercándose a la noche.

Miró de nuevo en derredor. ¿Cómo diablos había llegado hasta allí?

Pensó en su nombre y no lo recordó; estrujó sus pensamientos pero las respuestas no llegaban. Sintió un ramalazo de temor.

Se puso de pie, disfrazándosele los sentidos de un severo mareo; se sacudió las hojas y los restos de tierra de la ropa y reparó en que tenía una herida en el antebrazo derecho. Tenía pinta de infectada y estaba sin curar. Se apretó con un dedo el lado más amoratado de la herida, pero no apreció dolor alguno. Rezumó una sustancia sanguinolenta con tonos amarillentos y grisáceos.

Parecía un mordisco.

Qué extraño.

Se introdujo las monedas en un bolsillo y oteó el horizonte con los ojos apretados. Los árboles no le dejaban ver más allá de tres metros, el resto eran tinieblas y arbustos apretados. Miró a un lado, al otro —todo era troncos y ramajes—, aguzó el oído y dio unos pasos torpes en varias direcciones. Caminó durante una hora hacia el norte, mientras su cabeza no era más que un torbellino nebuloso de ideas y posibilidades, tanteando el terreno con las manos, tropezando en los hoyos y sobresalientes, y entonces decidió cambiar de dirección, enfilando hacia el este, desde donde creía percibir el sonido de un murmullo amortiguado.

¿Civilización, quizá?

Avanzó durante un largo trecho más y entonces tuvo la certeza de que lo que estaba oyendo eran los gritos de una multitud, y también, de fondo, el ruido característico del agua al correr: un río rápido o una catarata.



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