Un hombre by José Mª Gironella

Un hombre by José Mª Gironella

autor:José Mª Gironella [Gironella, José Mª]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1947-01-01T03:00:00+00:00


XXII

LA EXALTACIÓN de Miguel se prolongó. Al mismo tiempo se prolongaba la enfermedad de Ivonne, lo cual no facilitaba las cosas. Ivonne ya se levantaba, pero su rostro acusaba el quebranto sufrido y le iba a costar lo suyo recobrarse. En realidad, daba la impresión de haber envejecido. Le dolían los oídos y el médico le había aconsejado atarse un pañuelo que los cubriera. Ello aplastaba su cabeza y constreñía su frente, descomponiendo los dulces rasgos que Miguel tanto había amado.

Y, además, le había dado por llorar. Miguel la encontraba siempre en el mismo sitio —sentada en el diván de su antigua habitación de huésped, la más íntima de la casa—, con un libro en la mano —siempre el mismo, un enorme libro titulado «Bellezas de España»—, y llorando, o por lo menos con los ojos húmedos. Llevaba un espléndido batín negro que la hacía más esbelta, y unas zapatillas rojinegras que Miguel le había regalado el día de su cumpleaños. No hacía el menor ruido, ni siquiera al levantarse. Era como una sombra triste que deambulase por el piso. Junto al diván, Miguel había colocado una esfera que se iluminaba por dentro, e Ivonne realizaba sobre ella imaginarios viajes en busca del perdido corazón de Miguel. En el rincón opuesto, debajo de un mapa de la provincia de Gerona que el muchacho había encontrado en un viejo cajón de escritorio en Donegal, brillaba un pequeño acuárium. Seis peces blancos con vetas negras —Miguel los llamaba cebras de agua— pasaban y repasaban, penetraban en las artificiales y diminutas cuevas instaladas para su regocijo y rodaban alrededor de un buzo tambaleante y gracioso residente en el fondo, de cuya escafandra brotaban eternamente burbujas que hubieran hecho las delicias de Jeanette.

Ivonne lloraba porque se daba cuenta de que había perdido a Miguel sin tener la culpa de ello, porque sí, con la siniestra fatalidad de los hechos simples. La esfera luminosa del tiempo dio una vuelta, y Miguel se cansó. Naturalmente, era lógico que esto sucediera un día u otro; pero podía no haber sucedido.

Pudo nacer un hijo, y entonces hasta el buzo del acuárium hubiese participado de la alegría y de la seguridad. Porque Miguel era voluble y frívolo; pero un hijo lo hubiera cambiado. A condición de salir sano, hermoso y sobre todo con una frente no comparable a la suya propia, sino a la abierta y despejada de Miguel.

«¡No estimulaba su pensamiento, no colaboraba con su cerebro!»; eso le dijo el Pintor de la Carne cuando ella se desahogó —a medias— con él. Sí, no negaba que fuese cierto. Hizo lo que pudo para superarse. Leyó libros —no sólo «Bellezas de España»—, puso la radio para enterarse de cosas, hojeó revistas; quería incluso aprender inglés; pero la evolución era fenómeno lento. No se penetraba en el mundo de la ductilidad mental con la desfachatez con que los peces del acuárium penetraban en las cuevas. Era algo denso, espeso que obligaba a horadar con paciencia de preso que abre una



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