Un año pésimo by John Fante

Un año pésimo by John Fante

autor:John Fante [Fante, John]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1984-12-31T16:00:00+00:00


3

La cena estaba lista y la mesa del comedor puesta. Estábamos esperando y la abuela vigilaba desde la ventana.

—Vendrá —dijo mi madre—. Sabe que hoy hay cordero.

Casi parecía estar de fiesta, con el pelo trenzado y anudado, un batín nuevo, perfume de lilas allí por donde pasaba… y demasiados polvos de talco.

A las siete supimos que ya no se presentaría y dimos cuenta de la sopa minestrone, el costillar de cordero con arroz y pasas, los pimientos con ajo y aceite de oliva y la gelatina de frutas.

Mi madre no comió. Se levantó de la mesa y la oímos fregar cazos y cazuelas en la cocina. Ahora había dos plazas vacías en la mesa, la garrafa de vino junto a la servilleta de nuestro padre.

—Yo llamaría a la policía —dijo Clara.

—¿Para qué?

—Para darle una lección.

Siempre había sido la leal aliada de mamá. Tenía ya trece años y de la noche a la mañana se había vuelto atrevida y hostil, y reclamaba un dormitorio propio para no compartir con Frederick la salita delantera, donde dormía en el inhóspito sofá de cuero.

—Estará pendoneando en esos asquerosos billares —añadió—. Yo no permitiría que mi marido me dejara plantada.

—Cállate —dije, melancólico por Kenny, porque sabía que había perdido a mi mejor amigo.

—No quiero callarme. ¿Qué sabrás tú? Tú eres un hombre, lo mismo que tu padre. Siempre es así, los hombres contra las mujeres.

—¿Qué puede esperarse de América? —gruñó la abuela—. Cartas y billares, whisky y mujeres. Yo prefiero la dulce pobreza de Cristo y los buenos tiempos del pasado. Por lo menos las poblaciones eran pequeñas, los hombres no podían irse muy lejos y volvían a casa cuando tenían hambre.

Llevamos los platos a la cocina y mientras Clara y mamá los lavaban, nosotros hicimos los deberes. Mi padre se había ausentado de casa muchas veces, pero aquella noche pasaba algo. Flotaba en el aire que respirábamos.

—No, mamá —dijo Clara, y al levantar la vista de los libros vimos a nuestra madre llorar en silencio. Se secó las manos enrojecidas, cruzó el comedor y se encerró en su cuarto.

Clara terminó de fregar los platos y trasladó sus libros a la mesa. Estábamos muy tristes y nos costaba concentrarnos. No oíamos los sollozos de nuestra madre, pero la casa entera estaba al tanto de sus lágrimas, los suelos que había pisado, los muebles, la vieja y simpática estufa, los cazos y las ollas, el trapo de los platos que colgaba junto al fregadero, mojado todavía por la humedad de sus manos.

—Ve a ver a tu madre —me dijo la abuela.

Estaba con la cabeza en la almohada, mirando al techo con ojos que parecían pájaros empapados. Me senté en la cama, le así la mano fría e inerte y le pregunté si podía hacer algo por ella.

—Me mintió —dijo con amargura—. Siempre me ha mentido. Y ya es demasiado tarde.

Se levantó y se sonó la nariz.

En el otro extremo del dormitorio, debajo del tocador, estaban los zapatos de faena de mi padre, intactos desde hacía meses,



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