Uclés by Ismael Ahamdanech Zarco

Uclés by Ismael Ahamdanech Zarco

autor:Ismael Ahamdanech Zarco
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788416832118
editor: Editorial Tandaia
publicado: 2016-08-30T16:00:00+00:00


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Terrible despertar del día nueve de junio. Tras la batalla, contados y recogidos los muertos, cuando ya no quedan rastros del fervor del combate, del enardecimiento casi animal que lleva a los hombres a destrozarse como alimañas, no queda más que el silencio. Un silencio sobrecogedor, roto solo por los lamentos de los heridos que suenan como voces lastimeras que el viento amplifica y lleva de un sitio a otro para que el eco de la barbarie de los hombres no se apague con sus fusiles. Aunque en ese momento en el pueblo de Valdepeñas no hacía falta, porque levantar la vista y ver los edificios derruidos, humeantes aún, era suficiente para comprender que por allí había pasado la mayor plaga que ha inventado el ser humano, más cruel y más dañina que las Diez de Egipto juntas. La ermita de San Marcos había sido pasto de las llamas y los machones apenas podían sostener en pie la techumbre que amenazaba con venirse abajo. Lo mismo pasaba con muchas de las casas. Entre ellas la del Manchego, que despertó lacónico y adusto aquel día, junto al Vizcaíno, a Chaleco y a mí en el corralón de casa de la Galana, una de las pocas que había resistido inmune al fuego con el que el francés había ganado la pelea.

En la calle Ancha todavía era difícil dar un paso sin pisar sobre los restos de sangre reseca de españoles y franceses, y el olor de la pólvora, mezclado con el del fuego y el de la propia sangre, parecía haberse impregnado en los muros que seguían en pie. Formaba un ambiente denso que hacía que el aire, más que respirarse, se masticase, convirtiendo cada respiración en un recuerdo horrible de lo que había sucedido tres días antes. Los valdepeñeros, camino del campo para quitar el borde de las viñas o para buscar tierra con la que comenzar a rehacer los adobes de sus derruidas casas, marchaban cabizbajos y en silencio. En un silencio que en mis oídos retumbaba con la misma violencia con la que lo habían hecho el seis de junio los gritos y las imprecaciones, las balas y la carne humana al ser atravesada por las navajas y las bayonetas. Ya no se oían los vivas a Fernando VII y a la virgen de la Consolación, ni las órdenes secas de los franceses y el pifiar de sus caballos atravesados por las puntas de los arados, pero parecía que pudiera escucharse en el pensamiento de aquellos valientes campesinos los lamentos por los caídos en la batalla y los juramentos contra el invasor que había llegado para incendiar el pueblo de sus padres.

Después he tenido la desgracia de escuchar muchas veces ese mismo silencio. Tras las batallas de Uclés, de Almonacid y de Ocaña el año siguiente. Tras otras muchas batallas y escaramuzas a lo largo de los cuatro años más de guerra que aún tuvimos. Tras el saqueo de mi amada Alcalá de Henares, algo que nunca le perdonaré a los franceses, en abril de mil ochocientos y trece.



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