Trayecto final by Manuel de Pedrolo

Trayecto final by Manuel de Pedrolo

autor:Manuel de Pedrolo [Pedrolo, Manuel de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1983-12-31T16:00:00+00:00


La muchacha que venía del futuro

I

Una semana antes, todo habría transcurrido probablemente de modo muy diferente, porque se habría encontrado con la madre. Pero ahora ésta ya había muerto y, desde entonces, yo vivía solo en la pequeña torre de la calle de Nou Pins. Por esto, porque en la casa no podía haber nadie, me extrañó ver luz en una de las ventanas del piso alto, donde teníamos los dormitorios. Sin parar mientes en la posibilidad de que hubiera entrado un ladrón y de que me exponía a una agresión, abrí la puerta y di un paso en el vestíbulo. Sólo uno… de momento.

Una muchacha muy bella, totalmente desnuda, bajaba de la planta superior. Al verme vaciló, tan sorprendida como yo, y en seguida echó a correr por la escalera y hacia el interior de la planta baja, pensé que con la intención de huir por detrás.

Pude detenerla en la puerta de la cocina y, al sujetarla, ella se volvió con un movimiento agresivo que no prosperó cuando le torcí un brazo hacia atrás, para inmovilizarla.

—¡Suéltame! —se quejó.

—No tan deprisa. ¿Qué estabas haciendo, aquí?

Esta sencilla pregunta, tan inevitable, pareció desconcertarla; al menos, se me quedó mirando como quien no sabe qué decir.

—¿Por dónde has entrado? —insistí.

—¡Suéltame! —insistió.

—No antes de que expliques cuatro cosas. No habrás bajado del cielo, ¿verdad?

Parpadeó dos o tres veces seguidas y se frotó un labio contra el otro con una energía que los enrojeció todavía más, pero no contestó.

—Supongo que te das cuenta —recalqué— de que por lo menos me debes una explicación…

—Sí, ya lo sé —e hizo una pausa—. ¿Tú vives aquí?

—Claro. ¿Por qué vas desnuda?

Era como si hasta entonces no lo hubiera advertido, pues se ruborizó ligeramente y, con un ademán ingenuo, con la mano que tenía libre trató de cubrirse los pechos. De nuevo parpadeó.

—No sé qué puede haber ocurrido —murmuró como para sus adentros.

Le solté el brazo, atento a sus movimientos.

—Ven —le dije—. Te daré algo…

Puesto que las faldas y las blusas de mi madre, que era más bien obesa, le hubieran quedado grotescamente holgadas y mis pantalones eran demasiado largos, me decidí finalmente por uno de mis slips blancos y una camisa. Lo aceptó sin el menor comentario y, medio vuelta de espalda, empezó a vestirse.

—No pretenderás que yo crea —comenté— que has entrado así, desnuda. Te hubieran detenido.

—Supongo que sí.

—¿Entonces?

Se abrochó los botones de la camisa.

—Es que no he venido desnuda.

—Bien… ¿Y qué ha sido de tu ropa?

—No lo sé… Llevaba pantalones, jersey y la ropa interior, claro.

—¿Por qué te lo has sacado?

—No me lo he sacado. Debo de haberlo perdido.

—¿Perdido? —me admiré—. ¿Dónde?

—Por el… —vaciló, sin mirarme—. Por el camino.

Tuve que contener la risa.

—¡Debían venirte muy anchas estas prendas!

—No es eso. Es que…

Y calló.

—¿Es qué?

Se humedeció un labio con el otro y observé que sus manos, nerviosas, retorcían un faldón de la camisa que le caía por encima del slip.

—No sé cómo, me he encontrado aquí…

—Tal vez se deba a que soy tonto, pero no acabo de entenderlo. Si te has encontrado aquí, es porque has venido.



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