Trajano by Cristina Teruel

Trajano by Cristina Teruel

autor:Cristina Teruel [Teruel, Cristina]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2013-12-31T16:00:00+00:00


VI

Penetraron en el valle del río Bistra, estrecho, largo, arbolado, más parecido en su configuración a un desfiladero, pero por su amplitud ciertamente un valle: las Puertas de Hierro de Transilvania lo llamaban; al cabo, antes de salir al otro lado, a la Dacia Interior, un afloramiento rocoso dejaba apenas un paso estrecho en Bucova: en ese punto se hallaba lo que los romanos conocían con el nombre de Tapae.

Era el valle más angosto y largo, larguísimo, que habían cruzado nunca las tropas romanas, salvo las tropas de Tercio Juliano y las cohortes pretorianas de Cornelio Fusco. Exploradores a caballo recorrieron el valle hasta encontrar el primer enclave dacio; exploradores a pie escalaron por las laderas de las montañas, por si descubrían alguna vereda transitable. Cuando las tropas romanas llegaron hasta el primer fortín dacio del valle, y la aldea que se hallaba al margen, la guarnición había desaparecido; igual sucedió con la segunda guarnición; los romanos las ocuparon. Los exploradores de las montañas encontraron veredas estrechas, bastante inseguras, que recorrían el valle en paralelo…

—Son los típicos caminos de montaña, señor, y, probablemente, conducen a los demás valles y a las fortalezas dácicas.

—Para espías y ladrones —apostilló Licinio Sura.

—¿Puede pasar un caballo por ellos? —preguntó el emperador.

—En la mayoría no; en los demás, es peligroso, señor, pero podrían pasar. Hemos visto pastores bures.

—Dispon patrullas de a pie por las montañas —se dirigió el emperador al primípilo Julio Modesto—. Y que se completen las guarniciones de los castillos de vigilancia del valle.

Revisado exhaustivamente más de la mitad de aquel corredor natural, los exploradores aseguraban que no podía haber apostados allí más de dos dacios juntos, y la confianza de sus palabras, en modo alguno impostadas, tranquilizaban a la tropa tanto como las arengas del propio emperador. A favor de los romanos jugaba la propia configuración del paso, tan profundas y abruptas las paredes de piedra, tajantes en algunos tramos, tan alejadas del fondo las veredas transitables, por otro lado estrechas, que tampoco facilitaban las emboscadas. Pero al final de aquel valle se habían encontrado varias veces ya los ejércitos dacios y romanos, así que no había quien confiase en la inexperiencia de los enemigos: los espías dacios ya se movían por esos bosques espesos.

Causaba no poca inquietud entrar en aquella ratonera donde el paso de la caballería se sobreponía al rumor de la marcha de los soldados y las carretas, hasta ocasionar un estrépito que impediría dormir al propio padre Júpiter.

Fueron los prefectos y, bajo sus órdenes, los centuriones, los que animaron y forzaron a los soldados bajo su mando a mantener el silencio. De vez en cuando, un explorador o un correo pasaba a caballo, y algunos le seguían con la mirada por ver si era portador de malas noticias. Caminaron incluso de noche, a la luz de las antorchas de los centinelas y de otras adicionales que llevaban antorcheros a caballo, porque el desfiladero se volvía muy oscuro. Y porque estaban convencidos de que al final les esperaban los dacios, como había sucedido en otras ocasiones.



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