Toledo, amor y muerte by Manuel Peiteado

Toledo, amor y muerte by Manuel Peiteado

autor:Manuel Peiteado [Peiteado, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2019-04-14T16:00:00+00:00


* * *

Hacía días que sor Inés, gracias al buen hacer de sor Aurora, estaba curada. Como cada día, y para no perder la sana costumbre, por las mañanas se la podía encontrar, o bien entre fogones, o dando alimento a los pobres en la puerta del convento.

Esa mañana, mientras atendía las necesidades de aquellos que carecían de lo mínimo para subsistir, oyó unos pasos ruidosos asociándolos a sor Aurora. Levantó la mirada y la vio llegar muy alborozada, y llena de alegría. Cuando alcanzó hasta donde permanecía sor Inés, la tomó del brazo y la puso al corriente de todo cuanto había dispuesto el padre Alberto.

Ahora fue ella la que no quiso dar pábulo a los comentarios que en privado y en baja voz le daba sor Aurora. Arqueó una ceja y cruzó brevemente la mirada con sor Canturriña (como la apodaban cariñosamente las hermanas por su afición a cantar y por el tono meloso de su voz), le sonrió cordialmente y regresó a su trabajo.

Cuando el canasto de pan quedó vacío y no había necesitados que atender, marchó corriendo a pedir perdón a sor Sofía; entendía que ella era la causante del mal sobrevenido a la madre superiora.

—No está. Vinieron a recogerla después de los Laudes, a la salida del sol, apenas clareaba —le dijo sor Isolina bastante afectada.

—¿La viste? ¿Pudiste despedirte de ella? —le preguntó con ojos encharcados, azorada, sintiendo culpa.

—No me dejaron, fue muy triste —respondió abrazándose a sor Inés. Permanecieron abrazadas un tiempo suficiente para que ambas sintieran el calor del amor, hasta que sor Inés advirtió un gran sollozo en la hermana.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué mal te agobia que no puedes hablar? —inquirió sor Inés levantándole con mimo la barbilla.

—Mi mal es el daño que te hice. Todos los días pido a santa Clara que me perdones.

—Eres muy pía, porque santa Clara te ha oído desde el día primero. No recuerdo qué mal me hiciste, por tanto, nada te debo perdonar —le limpió los ojos y descubrió que detrás de los cristales nublados de las gafas revivían unos hermosos ojos color ceniza, alegres, vivarachos.

Al aceptar sor Inés irse de ejercicios espirituales a Ávila, el padre Alberto lo tomó como un hilo de esperanza en su pretensión de que la monja cambiase sus deseos por abandonar los votos; entendió las argumentaciones con las que ella le expresó su rechazo al cargo de madre superiora.

—Te entiendo —le dijo. A continuación, le pidió el nombre de una candidata.

—Sor Aurora es la ideal —respondió sin titubear.

Esa noche le costó dormir y decidió escribir una carta. Por la mañana, después de los Laudes, fue en busca de sor Isolina.

—Tienes que hacerme un gran favor —le pidió.

—Lo haré con todo mi entusiasmo.

—Deberás guardar discreción y a nadie jamás se lo contarás —le rogó.

—Sí. Puedes confiar en mí tu secreto —respondió muy animada sor Isolina con ganas de pagar su deuda.

—Este es el plan. Saldrás del convento, y si alguien te pregunta dirás que vas al médico. Irás a la librería



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