Todos los perros de mi vida by Elizabeth von Arnim

Todos los perros de mi vida by Elizabeth von Arnim

autor:Elizabeth von Arnim
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Memorias
publicado: 1936-08-09T23:00:00+00:00


§

Hasta principios de marzo no afloró el buen tiempo en las montañas, y mientras duró también perduró la presencia de invitados. No los mismos, tras uno llegaba otro. Y una vez hubieron regresado a sus oficinas o a la catedral —durante diez días había alojado a un prebendado—, una vez, decía, de vuelta al lugar de donde habían salido, mis últimos invitados, que con su bronceado llamaban la atención entre las multitudes de pálidos ingleses, describían con detalle dónde habían estado y las bocas de quienes los escuchaban comenzaban a salivar.

Sé por los resultados que así sucedió. Muchos de mis conocidos me mandaron cartas enternecedoras en las que expresaban lo mucho que echaban de menos el aire puro, cuánto me envidiaban y lo desgraciado de ser tan rematadamente pobres para no poder ir a Saint Moritz aquel año. Y dado que, como ya he mencionado, soy incapaz de decir que no si me pillan desprevenida, y de resistirme a los comentarios sobre mi bondad —¡que te supongan buena persona es tan halagador!—, respondí a todas aquellas cartas y les dije: «Venid». Además, sentía que tener aquel espacioso chalet con todos sus baños, en un lugar donde el tiempo era siempre tan cristalino, solo para Coco y para mí, mientras a la gente de Londres la empapaba la lluvia y la cegaba la niebla, caía en la categoría de lo vergonzoso.

Así pues, mi casa jamás estuvo vacía. Antes bien, como eran pocos los que se marchaban y muchos los que llegaban, hubo momentos en que estaba a rebosar y, de no ser porque el final de la estancia no iba acompañado de facturas, habría parecido un hotel. Si hubiera aparecido en la Baedeker, diría que me habrían concedido tres estrellas.

Tres estrellas, sin embargo, o más bien aquello que representan, resultan caras, y en aquellos días caí en la cuenta de que me estaba quedando sin dinero. Me había entregado a mi carrera como anfitriona —una carrera nueva para mí, pues en Pomerania no habíamos tenido invitados— con una actitud de desenfado exento de cálculos. La primera vez que me lo planteé supuse que donde comía uno comían dos, y que cuanta más gente hubiera que alimentar, menos dinero habría que invertir. Aquellas suposiciones eran erróneas. Tal vez sean ciertas para un hotelero, y a buen seguro los hoteles son capaces de alojar a una persona más por menos, en proporción, diríamos, de lo que costaría tener a una persona más, pero desde luego no fueron ciertas para mí. Cuando lo descubrí me volví pensativa por momentos.

Los sábados, después de pagar las facturas semanales, me quedaba pensativa hasta el punto de que, en las conversaciones con mis invitados durante las comidas, era incapaz de dar muestra alguna de lo que describe mejor que ninguna otra la palabra verve, y aquello, yo lo sabía, era lamentable. Una anfitriona, si pretende cumplir su cometido con éxito, debe mantenerse en un estado de verve permanente. Al menos cuando está con sus invitados, ese debe ser su estado.



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