Tierra violenta by Luciano G. Egido

Tierra violenta by Luciano G. Egido

autor:Luciano G. Egido [Egido, Luciano G.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2013-12-31T16:00:00+00:00


Segunda parte

22 de octubre

Por fin, rompió a llover, aunque de un modo tímido y discontinuo, como si fuera un ensayo, después de unas semanas de amagos sin consecuencias y de días grises sin solución, de un color indeciso que presagiaba el agua. Habíamos tenido un verano caluroso y seco y los cuerpos agradecieron aquella lluvia tardía. Recibimos con alivio las primeras gotas de un cielo benévolo de nubes unánimes y vientos frescos, que presagiaban el tempero de un buen otoño. Los primeros paraguas animaron el ambiente urbano y renovaron el espectáculo de las calles dormidas, en el marasmo del parón estival, agarrado al empedrado de las calles, a las fachadas de las casas y a la piel de la buena gente. Con el agua se templó la atmósfera y la ciudad recuperó el bienestar de sus mejores recuerdos, la luz tamizada de una felicidad avara, gozada a cuentagotas. Lo que alguien llamó una vez una mañana cariñosa, de luz tranquila y brisa sutil. La Plaza, con el oro apagado de los días nublados, ensayó otro modo de ser hermosa y completó la gama de sus crepúsculos estelares, con un aire reposado, que estimulaba el organismo y facilitaba la respiración agradecida.

Llovía. Volvía a llover. El eterno sueño de una meseta reseca y sedienta. El pan del año asegurado por una buena sementera. La lluvia oscurecía, con timidez de acuarela, el paisaje ciudadano, alentaba los sentimientos evanescentes, traía melancolía y pereza tras los visillos, promovía las medias tintas, las lejanías brumosas, levantaba las nostalgias de todos los años, los primeros días del colegio, resucitaba las nuevas penas antiguas, dramatizaba los adioses, aumentaba las depresiones. Daban ganas de pedir una ración de tristeza, con aquella luz que no se acababa de aclarar, que persistía en la difusa penumbra del decorado. Llovía como si el mundo hubiera dejado de hablar y promoviera el silencio.

A las primeras gotas, la Plaza se quedó vacía y desde los soportales nos pusimos a ver caer el agua, que limpiaba el aire, barría las losas del recinto y chispeaba sobre el suelo. Algunas ráfagas de viento empujaban la lluvia bajo las arcadas y alteraban la pacífica marcha del paseo a cobijo. Aparecieron las primeras gabardinas de temporada, como recién salidas de la fábrica, luminosas, atrevidas, con las novedades de la moda, y las chicas sacaron a relucir sus extravagantes gorros de última hora, con flores y bordados, según el buen gusto gregario de la sociedad de consumo, que embellecían el bonito espectáculo de la calle, sembrada de sonrisas de bienvenida, con el alivio térmico, que refrescaba la piel y oreaba los pulmones. Los estudiantes estaban estrenando curso, con las últimas anécdotas del verano, todavía coleando, y las chicas, con las primeras bufandas y las primeras sonrisas del otoño. También el amor podía caer del cielo.

Las piedras doradas de los monumentos, después de los iniciales churretones indecorosos, se fueron empapando de agua, que reavivó su oro viejo y acendró la extrañeza de su color. Las gotas de la lluvia se arremolinaban con el viento «matacanónigos», entre la catedral y la universidad.



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