Textos y pretextos by Xavier Villaurrutia

Textos y pretextos by Xavier Villaurrutia

autor:Xavier Villaurrutia [Villaurrutia, Xavier]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Crítica y teoría literaria
editor: ePubLibre
publicado: 1939-12-31T16:00:00+00:00


Paul Morand

¿Recordáis el prefacio de Anatole France a Los placeres y los días, el libro primero de Proust? Anatole France parece reconocer únicamente en el Proust de entonces, en vez de las cualidades originales que formaron más tarde una rama de la literatura actual y ensombrecieron el limitado prado ameno del mismo autor de El crimen de Silvestre Bonnard, virtudes refinadas. Cualidades, virtudes. Para France, Marcel Proust era un virtuoso lo cual en arte —¿en música, quién lo ignora?— no es, en modo alguno, diverso de un vicioso.

¿Recordáis, en cambio, el prefacio de Marcel Proust a Tendres Stocks de Paul Morand?

La respiración es otra: da tiempo para escribir y, en seguida, leer en voz alta una frase larga. Proust tuvo la conciencia clara de como el tiempo se impone a los escritores y de que modo aparecen nuevos escritores que imponen, al tiempo, su tiempo. Hablando del minotauro Morand, supo afirmar que lo cierto es que, de cuando en cuando, surge un nuevo escritor y este escritor tiene que aparecer a los ojos egoístas de la generación precedente y a los ojos de vidrio que esta generación ha logrado mantener enfrente a modo de público, un escritor difícil. Como en una delicada venganza y dirigiéndose al mismo Anatole France, escribe Proust: «Podemos seguirlo hasta la mitad de la frase, pero allí desistimos».

Nosotros imaginamos que Anatole France no pudo ir más alla de la mitad de una frase del Proust que hacía decir a Paul Morand: «vuestra voz, también blanca, traza una frase tan larga…».

Frente a un espejo de dos lunas —Morand ha dibujado en La Europa galante uno delicioso, donde las lunas son tres— tenemos los perfiles diversos de un mismo rostro. ¿Quién no es asimétrico, aunque sea ligeramente? Uno de los perfiles de Morand parece hecho para mirar a las mujeres; otro, para mirar a las ciudades.

En un principio, las mujeres de Morand —Clarisa, Delfina, Aurora— eran a un solo tiempo la figura y el ambiente. De este modo, el aire engendraba la figura sin pretender ahogarla, y la figura creaba el paisaje con sólo un movimiento, con una frase o, simplemente, con un silencio. En un principio también, al recordar estas tres figuras de Morand pensábamos en las muñecas grises y delgadas que aun de frente parecen enseñar sólo el perfil, de Marie Laurencin. Ahora, la asociación nos parece impropia, a favor de Morand.

Clarisa es rubia, aficionada a las antigüedades, pero, «más que el objeto, le seduce la imitación». Delfina tiene unos negros ojos líquidos. Aurora, de aficiones salvajes, danza desnuda, «dejando en nuestras retinas una imagen hindú con brazos y piernas múltiples».

Más tarde, las cosas que forman la tela de Morand pueden verse y palparse por separado, al punto que casi podríamos decir que el segundo término habitual de un cuadro cualquiera pasa a ser aquí, victoriosamente, el primero. Sus breves novelas ya no se titulan, no podrían titularse, con nombres de mujeres. El tiempo y el espacio intervienen como un convidado cuya presencia no nos asombra sino en vista de nuestra falta de previsión.



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