Terra nostra by Carlos Fuentes

Terra nostra by Carlos Fuentes

autor:Carlos Fuentes [Fuentes, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Filosófico, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1975-11-30T16:00:00+00:00


La leyenda del anciano

Señor: al oír estas palabras en el templo, y el tono de gravedad que el anciano empleaba para decírmelas, comprendí que él me atribuía el secreto conocimiento de su lengua; y como dícese de ciertos magos que con una vara encantada hacen brotar el agua de las rocas, así brotó de mis labios la lengua que había llegado a aprender mudamente, durante mis largos meses de convivencia con el pueblo de la selva. No sé, sin embargo, si soy totalmente fiel a las palabras del viejo en el templo; no sé cuánto olvido y cuánto imagino, cuánto pierdo y cuánto añado. No sé si cuanto entonces dijo el anciano sólo lo comprendí cabalmente mucho tiempo después, a lo largo de mis días de aventura en el nuevo mundo; quizás sólo hoy lo entiendo y repito a mi manera.

Vile allí, inmerso en perlas que acaso le prestaban vida y de su flácida piel la recibían, nutriéndose el hombre de las perlas, y las perlas del hombre. No supe qué contestarle; él dijo que me había observado desde el día de mi llegada, que fue el día tres cocodrilo, y en ello vio buen augurio, pues en tal día, dijo, fue arrancada de las aguas nuestra madre la tierra.

«Salvéme del mar, señor», dije con sencillez.

«Y llegaste del oriente, que es el origen de toda vida, pues allí nace el sol.»

Dijo que llegué con la brillante luz amarilla de la aurora, con los colores del sol dorado.

«Y te atreviste a indicar tu presencia con el fuego y en día seco. Sé muy bienvenido, mi hermano. Has regresado a tu casa.»

Me ofreció con un movimiento de la mano el templo, quizás la selva entera. Yo sólo supe decir:

«Llegué con otro hombre, señor, pero ese hombre no fue bienvenido como yo.»

«Es que él no era esperado.»

Interrogué con la mirada al anciano, pero continuó sin hacerme caso:

«Además, nos desafió. Levantó un adoratorio para él solo. Quiso adueñarse de un pedazo de la tierra. Pero la tierra es una divinidad y no puede ser poseída por nadie. Es ella la que nos posee.»

Calló un instante y terminó diciendo:

«Tu amigo sólo quiso arrebatar. Nada quiso ofrecer.»

Miré las tijeras en la mano del anciano y convencíme de que les debía la vida. Y el anciano, moviendo ese rudo utensilio robado a un sastre por mí, dijo algo que podría traducirse así: las cosas buenas son de todos, pues cuanto es común es de los dioses, y cuanto es de los dioses es común. «El dios» y «los dioses» son las primeras palabras que aprendí entre estos naturales, pues las repetían constantemente, y suenan parecidas a las nuestras: «teos», «teús».

«Era mi amigo», dije en defensa del viejo Pedro.

«Era un viejo», me contestó el anciano. «Los viejos son inútiles. Comen pero no trabajan. Apenas sirven para encontrar culebras. Deben morir cuanto antes. Un viejo es la sombra de la muerte y está de más en el mundo.»

Miré con asombro a este anciano que seguramente había sobrepasado los cien



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