St. Irvyne by Percy Bysshe Shelley

St. Irvyne by Percy Bysshe Shelley

autor:Percy Bysshe Shelley [Shelley, Percy Bysshe]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico, Intriga, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1810-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO VII

¡Oh, sí! Noto el influjo de un invisible demonio

Que guía todos y cada uno de mis pasos.

Una mano de hierro congela mis vivaces sentidos,

Y una voz terrible aúlla a mis angustiados oídos:

«Desdichada, nunca más encontrarás reposo».

Olympia.

¡Cuán dulces y atractivos resultan para nosotros los recuerdos de aquellas escenas que hemos disfrutado con cariño en compañía de un ser amado! Y cómo, tras una ausencia, quizá de años, deambulamos por ellos en alas de la melancolía; años en los que puede haber cambiado el sentido de nuestra existencia, o en los que quizá haya cambiado el compañero, aquel querido amigo, gracias a cuyo recuerdo conservamos un paisaje en la memoria. Y las lágrimas acuden prontas a nuestros ojos al comprobar cualquier variación de aquel escenario que entra a uno por los mismos ojos que vuelven a contemplarlo desde que lo hizo, por vez primera, en compañía del ser amado.

Ya era una hora avanzada, otoñal, lúgubre. El aire soplaba huero, y todo el cielo estaba cubierto por un inamovible y melancólico vapor. Nada se oía, excepto los lastimeros gritos de los pájaros nocturnos que, al planear en la brisa del atardecer, quebraban el silencio e interrumpían las más enloquecidas ensoñaciones. No faltaba el silbido del viento, que susurraba con lánguida y mudable cadencia entre las ramas desnudas de los árboles.

¿A quién podría encomendarse la pobre viajera proscrita? Largo era el camino que había recorrido, y su dulce corazón estaba desgarrado por culpa de la malicia y de los vicios del mundo. ¿Qué pecho sería capaz de recoger el secreto de todos sus padecimientos? ¿Quién escucharía, compasivamente, el relato de su infortunio, y curaría las heridas que el humano egoísmo había originado, y volvería a enviarle, recuperada, al ancho y cruel mundo de los hombres? ¿Existiría alguien en quien aquel ser doliente pudiese encontrar refugio?

La noche era desapacible y triste. El frío de noviembre congelaba el aire. ¿Sería el trueno tan despiadado como la ingratitud y el egoísmo? ¡Oh, no!, pensó la errante: es duro, desde luego, pero no tanto. ¡Pobre Eloise de St. Irvyne! Innumerables son los que se encuentran en vuestra situación, pero muy pocos los que poseen un corazón tan elevado y sensible como para ser deformado por la demoníaca malicia de los hombres, esos mismos que se henchirían de diabólico placer ante la certeza de haber destrozado la más preciosa de las obras del Creador. Miró al cielo. La luna acababa de salir, aunque a veces quedaba oscurecida por el paso de una nube. El astro se elevaba tras los torreones del Château de St. Irvyne. La muchacha dirigió sus ojos, arrasados en lágrimas, hacia el castillo, y apenas sí pudo reconocer el, en otro tiempo, tan querido edificio. Dio gracias a Dios por permitirle contemplarlo de nuevo, y apresuró sus pasos, ya tambaleantes por el cansancio, movida por la ilusión del regreso.

St. Irvyne estaba igual que cuando ella lo había abandonado, cinco años atrás. La misma hiedra cubría la torre del oeste, y allí estaban los mismos jazmines,



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