Sobrevivir al miedo by Diego Carcedo

Sobrevivir al miedo by Diego Carcedo

autor:Diego Carcedo [Carcedo, Diego]
La lengua: eng
Format: epub
editor: 2019
publicado: 2018-12-16T23:00:00+00:00


1975

PESADILLA EN FIUMICINO

Después de muchos siglos sin importar a nadie, Papúa Nueva Guinea se había puesto de actualidad. Las especulaciones sobre la suerte que había corrido Michael Rockefeller, el quinto hijo del mítico magnate, perdido en los manglares del sur de la isla (probablemente, devorado por los caníbales de la tribu asmat), causaban consternación y morbo a raudales. Australia, que mantenía abandonada aquella colonia de la que había sacado abundantes riquezas y en la que no había invertido ni un dólar, estaba a punto de ceder ante la presión internacional y concederle la independencia. Corría el año 1975.

—Habría que ir a Guinea Papúa [sic] a ver qué coño es aquello. ¿Sabéis alguno dónde queda o cómo se llega?

Aunque no era frecuente que asistiéramos todos los redactores del programa Los reporteros a la reunión semanal, aquel día coincidimos varios en Madrid: Miguel de la Quadra-Salcedo, Jesús González Green, Ángel Marrero, Enrique Meneses y yo. Cada uno fue sugiriendo nuevos temas, pero fue el productor, Juan Jesús Buhigas, quien, siempre parco en palabras, apuntó la idea. Miguel, la indudable estrella del grupo, enseguida le salió al paso:

—Es imposible. Los australianos no dan visado. No quieren que la prensa se entere del abandono que dejan detrás. Son unos cabrones. Yo he estado intentándolo en la embajada en París, pero nada... imposible.

—¿No hay embajada en Madrid? —pregunté con fingida ingenuidad.

—Sí, hay algo. Tienen un cuartucho en la calle Sor Ángela de La Cruz, pero no pintan nada ahí. Para un visado periodístico, hay que ir a París o Londres.

—¿Lo intentaste aquí? Porque tú siempre vas por el camino más enrevesado. Si tienes que entrevistar a Giscard, no se te ocurre pedir la entrevista por los cauces normales. Ni le concederías valor si te la concediese así. Intentarías, eso sí, descender por la chimenea del Elíseo y abordarlo en el salón mientras duerme la siesta.

Todos nos reímos.

—Te digo que es imposible —replicó Miguel, malhumorado—. Todas las televisiones europeas lo están intentando.

Buhigas movió la cabeza:

—Pues hay que insistir. En una de estas, quizás abren la puerta. ¿Por qué no lo intentas tú, Diego?

—¿Para perder el tiempo? Si ya lo intentó Miguel, que sabe moverse por el mundo, ¿qué puedo hacer yo? —me quejé.

—Intentarlo de nuevo. Habrá maneras. Pero, si os quedáis aquí esperando a que haya un golpe de Estado en Inglaterra para ir a cubrirla, vamos jodidos. Hay que buscar nuevos escenarios de actualidad.

Averigüé de mala gana la dirección de la Embajada de Australia, efectivamente en la calle Sor Ángela de la Cruz, al lado del hotel Cuzco, y allí me presenté a media mañana. Lo primero que observé al entrar fue que de cuartucho no tenía nada: ocupaba tres pisos de un edificio moderno y elegante. Me atendió una recepcionista sonriente y extrovertida. Observé que tenía sobre la mesa una pila de pasaportes que estaba rellenando. Escribía los datos del solicitante y pegaba unas pólizas sobre las que luego estampaba un tampón, humedecido de vez en cuando en una almohadilla de tinta.

—Para ir a



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