Sobresaltos en las cavernas by Tomás Calleja

Sobresaltos en las cavernas by Tomás Calleja

autor:Tomás Calleja [Calleja, Tomás]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 1991-11-15T00:00:00+00:00


La torca

A pesar de nuestros buenos deseos no pudimos volver a las cuevas de Gace al día siguiente, ni al otro, ni al otro, porque el camión tuvo una avería y estuvo en el taller varios días para que la reparasen. Volvimos todos el sábado, excepto Sebas, que, con harto sentimiento, hubo de quedarse en el pueblo para ir con las cabras.

De madrugada, cuando fuimos a coger el camión, lo encontramos en la plaza, ya que había madrugado para despedirnos y rogarnos que, a la vuelta, le contáramos todo cuanto hubiéramos visto, y si —añadió burlón— nos había hecho huir algún corderillo. No podía disimular la tristeza que le causaba quedarse allí, ni la envidia que sentía de sus compañeros por el hecho de que fueran más afortunados. Pero, para Sebas, el deber era el deber y éste debía sobreponerse siempre a todo. Por eso sabía que, aquel día, no cabía hacer otra cosa que ir con las cabras.

Como, por un descuido de la víspera, llevábamos la bota vacía y no podíamos pasarnos todo el día sin beber algo, decidimos apearnos en Aguera. Pudimos localizar la taberna gracias a que la vez anterior, cuando estábamos esperando el camión, nos habían encaminado a ella. Si no, nos hubiera sido imposible encontrarla a aquella hora en que no se podía preguntar a nadie, porque, aunque no había allí más de una treintena de casas —con sus correspondientes corrales y portadas—, todas eran parecidas, y la taberna no tenía rótulo de ninguna clase.

Cuando llegamos, dispuestos a esperar, ya estaba abierta. Sobre el armatoste que hacía de mostrador estaba apoyado un hombre, que se volvió hacia la puerta al sentirnos entrar. Reconocernos e iluminársele el rostro por la alegría fue todo uno. Era el dueño de la oveja coja.

—Pero, hombre, ¿son ustedes? —nos dijo—. No saben con qué ganas me quedé el otro día de entrar en la cueva; pero cuando llegué, ya estaban dentro, según deduje por la ropa que había a la puerta. Les llamé para ver si salía alguno a buscarme. ¿No me oyeron? Luego estuve sentado mucho rato a la boca para ver si salían. Pero, al fin, como se me hacía la hora de ir a recoger el ganado, tuve que marcharme. Créame que sentí no verles.

—Pero ¿a qué hora fue? —le preguntó Chuchi.

—¿A qué hora iba a ir? A la que habíamos quedado. A las tres.

—Pues le estuvimos esperando hasta las tres y media.

—Eso sí que no —se defendía el labriego—. Otra cosa tendré, pero a puntual no hay quien me gane.

—Tendría el reloj atrasado —tercié yo para zanjar la cuestión.

—Hombre, como atrasado o adelantado podría ir unos cinco minutos, pero no media hora, porque mi reloj marcha bastante bien. Y si no, diga, ¿qué hora tiene usted ahora?

—Las siete y media.

—¿Las siete y media? —exclamó extrañado, mientras tiraba de una gruesa cadena para sacar del bolsillo del chaleco un gran reloj, que parecía un despertador—. Falta un poco para las seis y media.

—Ya está claro —le dije—. Usted lleva el reloj por la hora solar y nosotros por la oficial.



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