Señas de identidad by Juan Goytisolo

Señas de identidad by Juan Goytisolo

autor:Juan Goytisolo [Goytisolo, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1965-12-31T23:00:00+00:00


ACTA DE REGISTRO

8.30 horas del 18 de diciembre de 1960. En virtud de órdenes del Inspector Jefe de la Brigada de Investigación Social de esta Jefatura los inspectores de policía don Eloy Romero Sánchez, don Mamerto Cuixart López y don Eduardo García Barrios, provistos del correspondiente mandamiento judicial, se personaron en la Pensión Zamora, sita en la calle Calabria 116, en la habitación ocupada por Antonio Ramírez Trueba, al objeto de efectuar un registro. Presente el interesado y ante los testigos José María Calvo Martínez, propietario de la pensión, y José María Cortés Berruezo, empleado de la misma, se practicó el registro con el siguiente resultado: un libro titulado «El Capital» de Carlos Marx, «Principios de filosofía» de Jorge Politzer; «Obras escogidas» de Rosa Luxemburgo, «Cartas de la cárcel» de Antonio Gramsci, «Stalin» de Isaac Deutscher, «Los Intelectuales y la guerra de España» de Aldo Garosci, «El deshielo» de Ilya Ehrenburg, «Poesías escogidas» de Rafael Alberti, «Los complementarios» de Antonio Machado, «Teatro» de Bertolt Brecht, ejemplares de «Cuadernos» e «Ibérica» consagrados a España, varios números de «Europe» e «Il Contemporáneo», la reproducción de una paloma dibujada por Picasso, etc. Todos los libros y revistas reseñados se adjuntan al atestado que se instruye en la dependencia al principio citada para su posterior emisión a la Autoridad Judicial Competente.

La ambigüedad desapareció. De nuevo podía pasear por el pueblo como un proscrito, adivinando en la condena muda de los otros la señal indeleble que le marcaba. La ilusión de libertad se había desvanecido al fin y la prisión atenuada era simplemente prisión: encierro de límites vagos pero reales, mecanismo sabiamente dispuesto para impedir la doble fuga corporal y anímica. El horizonte marino, todo cuanto amurallaba aquel paisaje olvidado de Dios y arruinado por el mal gobierno del hombre era menos sensible que el vacío creado por la desconfianza y el miedo, las miradas recelosas y furtivas, los saludos esbozados apenas, las conversaciones breves e insignificantes. Solitario encerrado en tierra cautiva, más solitario aún puesto que la presencia ajena multiplicaba a cada instante el aislamiento tal el eco bárbaro de un grito bajo una inmensa bóveda, podía considerar gozosamente el destierro como una cárcel, la cárcel como el camino de la libertad, la libertad como sola meta del hombre, único ser consciente —o a lo menos creerlo así— entre la multitud de compatriotas que se figuraban libres porque malvendían —y era un progreso— su mísera fuerza de trabajo, feriaban por decreto un día a la semana, procreaban regularmente hijos absurdos, discutían con extraña pasión acerca de la rodilla de un futbolista o el muslo herido de un matador de toros, toros ellos mismos y ni siquiera eso, mansos felices que hablaban con arrogancia de lo permitido y se permitían condenar lo condenado, triste rebaño de bueyes sin cencerro, pasto de aprovechados y de cínicos, pueblo heroico en su día —las rojas banderas desplegadas, el rostro fiero de los hombres puño en alto, aquel aire de música «qu’on ne pouvait pas entendre sans que le



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