Sólo los muertos conocen Brooklyn by Thomas Boyle

Sólo los muertos conocen Brooklyn by Thomas Boyle

autor:Thomas Boyle [Boyle, Thomas]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1984-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO DIECINUEVE

El intercomunicador sonó. Megan Moore conectó los auriculares, se los puso y encendió la radio. Oyó la voz de su productor resumir el mensaje del departamento de policía. Cuando terminó, oprimió el botón para hablar. Su voz temblaba de ira:

—¿Quién cojones se creen que soy? ¿La rosa de Tokio? Diles que lo olviden. En esto voy por mi cuenta. Y no voy a apoyar a nadie que me mira por encima del hombro.

Apagó el intercomunicador, ignorando la persistente llamada desde el estudio. Puso el Ford en marcha y salió como alma que lleva el diablo del aparcamiento enfrente del depósito de cadáveres. Condujo de frente por un rato, distraída. Fue sólo cuando se saltó un semáforo en rojo, y los otros coches tuvieron que frenar ruidosamente, haciendo sonar sus bocinas, cuando se dio cuenta de que ni siquiera sabía a dónde iba.

Aparcó, y se frotó los ojos hasta que, sin querer, apoyó su codo en la bocina de su coche y ésta empezó a sonar. Se recostó en el asiento y suspiró profundamente. Ésta era una gran oportunidad. Si seguía manteniendo la exclusiva de la historia, podría decir adiós a la Voz de la Gran Manzana. Algunas veces se imaginaba con un puesto en alguna compañía de televisión, una oficina de ejecutivo en alguno de los edificios. Quizás un éxito así la haría romper, de una vez por todas, con la búsqueda de figuras paternales de las que su psicoanalista y ella hablaban con mucha frecuencia.

Luego volvieron a su mente los ecos de la voz grosera e indiferente del ayudante médico forense, diciéndole que no quedaba tras la autopsia nada reconocible de Samantha Lawrence que ella pudiera ver. Habían empezado a identificarla con Samantha Lawrence, cuyo marido la había abandonado en Brooklyn. Luego, en lugar de poder ver el cadáver, había tenido que escuchar al médico forense leyendo su informe. Las palabras se habían hecho reales en su mente, y ahora su propio cuerpo temblaba, como si hubiera sido personalmente violada. Samantha Lawrence, cuando la bajaron de la estatua en el cementerio de Evergreens, tenía los globos oculares hundidos, así como las mejillas, y los labios secos, su cráneo y sus dedos se habían encogido de tal manera que darían la impresión a cualquier profano de que tanto su pelo como sus uñas habían seguido creciendo después de su muerte; su espalda estaba amoratada. Lo peor de todo, al menos para la sensibilidad de Megan Moore, era que los pezones de la mujer estaban dramáticamente erguidos, destacando, como había dicho riéndose el forense con cara de cabra. La carne de los pechos, como la del cráneo y los dedos, había empezado a convertirse en polvo, lo que parecía un contradictorio mensaje de regeneración.

Megan Moore sintió la misma clase de punzante dolor que a veces tenía durante el período y que se debía a los quistes benignos que los médicos siempre estaban amenazando con extirparle.

Podía llamar a DeSales y acceder a colaborar, o podía ir a casa sin hacer ningún caso, y esperar a que el tipejo llamara.



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