Relatos De Un Cazador by Ivan Sergueevich Turguenev

Relatos De Un Cazador by Ivan Sergueevich Turguenev

autor:Ivan Sergueevich Turguenev [Turguenev, Ivan Sergueevich]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: prose_contemporary
ISBN: 9789875504455
editor: www.papyrefb2.net
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


VI EL ENANO KACIANO

Volvía de una cacería en una mala "telega" y me agobiaba el calor de un día nebuloso. Dormitaba sometido con resignación a las sacudidas del vehículo, cuyas ruedas levantaban una polvareda fina, que nos envolvía.

Llamó de pronto mi atención la inquietud del cochero, que hasta ese momento iba más tranquilamente adormecido que yo. Tiró de las riendas, se volvió mirando y pegó a los caballos.

Viajábamos por una llanura labrada y chocábamos a cada instante con montículos no aplanados por el arado. No veíamos casa alguna, y solamente montecillos de abedules cortaban, con sus redondeadas copas, la línea del horizonte. Estrechos senderos serpenteaban en toda la extensión de los campos, a través de los montículos. Alcancé a distinguir, entre la polvareda, cerca de nosotros, lo que había sorprendido al cochero.

Era un cortejo fúnebre. Delante, en un carrito tirado lentamente por el caballo, iban un sacerdote y un subdiácono, que tenía las riendas; enseguida el ataúd, llevado por cuatro hombres, y atrás dos mujeres. Una de éstas cantaba, con tono monótono y triste, una letra mortuoria.

Quiso mi cochero cortar camino, castigó a los caballos y logró pasar antes que el cortejo. Pero apenas habíamos andado doscientos metros, la "telega" se paró de golpe, se inclinó y por poco no volcamos.

Después de contener a los caballos, el cochero escupió, rabioso.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—Se partió el eje. Nos ha traído desgracia este entierro.

Bajé, muy preocupado de cómo saldríamos del paso. El cochero la tomó con los caballos. Una rueda estaba casi metida bajo el carro, y él eje parecía mostrarse al aire con una suerte de desesperación.

—¿Qué hacer ahora?

Mientras tanto, el cortejo fúnebre llegaba hasta nosotros. Nos descubrimos y nos miramos con los que llevaban al muerto. Una de las dos campesinas era una vieja pálida, pero su fisonomía estragada por el dolor conservaba una expresión digna y severa. La otra, mujer joven, de unos veinticinco años, tenía los ojos enrojecidos y la cara hinchada de tanto llorar. Al pasar junto a nosotros suspendió su cantinela, que reanudó mementos después. El cochero me informó: —Entierran al carpintero Martín. Una de esas mujeres es la madre, y la otra la viuda.

—¿Murió de enfermedad?

—Sí, de una fiebre maligna. Anteayer fueron por el doctor, pero no le encontraron. Martín era buen obrero; algo atolondrado, pero sabía su oficio. ¡Cómo ha llorado su mujer! En fin, siempre lo mismo. Las mujeres no necesitan comprar lágrimas. Y por cierto, las lágrimas de las mujeres todas son de la misma agua.

Hecha esta reflexión, se agachó junto al caballo, pasó por debajo de la lanza y cogió el arco que está bajo la collera.

"¡Quién sabe cómo nos arreglaremos!", dije entre mí.

El cochero acomodó el caballo, le aseguró mejor el arnés y se puso luego a contemplar la rueda maltrecha. Sacó una tabaquera, levantó despaciosamente la tapa, metió sus gruesos dedos en la caja y restregó la pulgarada de rapé. Luego frunció las narices y aspiró. Acabada esta operación, hizo un horrible visaje, varios guiños, y sus ojos se llenaron de lágrimas.



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