Permiso para sentir by Alfredo Bryce Echenique

Permiso para sentir by Alfredo Bryce Echenique

autor:Alfredo Bryce Echenique [Bryce Echenique, Alfredo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2004-12-31T16:00:00+00:00


RIPLEY Y LA PAZ

—Yo lo único que sé es que esto es verdad, señores —solía decir Enrique Ballester, cada vez que uno de nosotros le rogaba que nos contara, una vez más, aquella inefable historia suya con el asunto de la paz.

—Ya sabemos que es verdad, aunque parezca mentira, Enrique; ya sabemos que aquello suena a Ripley, por más que fuera purita realidad.

—Ustedes se ríen, señores —repetía Enrique Ballester, colérico y nervioso—, pero yo no. Porque yo sé que esto, de cuento, no tiene un pelo. Todo sucedió tal cual, de cabo a rabo, como si la paz y yo no hubiéramos nacido para llevarnos bien, sino pésimo, a pesar de mi temperamento pacífico y de haber ejercido yo la docencia de la literatura latinoamericana en Europa, durante años, con la profunda y militante convicción de que leer es como viajar por otras culturas, acercarse a ellas, amarlas, y descubrir que una frontera no es una barricada, ni mucho menos una trinchera. Una frontera es una ventana abierta al mundo, señores.

—Totalmente de acuerdo, Enrique. Pero todo eso ya lo sabemos, como sabemos también que tú has sido siempre un catedrático ejemplar, en cualquiera de los países en que has ejercido la docencia. Pero ese es otro asunto, y poco o nada tiene que ver con lo de tu premio de la paz. Tu historia empieza ahí, cuando te dan ese premio. Todo lo demás es irse por las ramas.

—Pero, señores…

—La ceremonia de entrega de premios, Enrique; esa es la historia que nos encanta oírte contar. Con toda la sal y pimienta que le quieras echar.

—¡Cómo que sal y pimienta!

—Anda, pues, Enrique. No te hagas de rogar, y cuéntanos nuevamente tu historia.

—Muy bien, señores, se la contaré. Pero que conste que se la cuento sin añadirle una sola ñizca de pimienta ni de nada.

—Somos todo oídos, querido amigo.

—… ¡Diablos! ¡Diablos y más diablos! ¡Maldito sea el momento en que el cartero tocó el timbre esa mañana! Yo estaba trabajando en la ciudad de Montpellier, al sur de Francia, y había alquilado una casita muy cerca de la Universidad Paul Valéry, donde dictaba mis clases durante un semestre, como profesor invitado. Pero, bueno, ¡maldito sea ese momento, sí! Porque el cartero insistía y yo me demoraba en abrirle. Y es que acababa de bajarme los pantalones para comprobar por qué diablos me picaban tanto ambos muslos. Llevaba días rascándome, pero el asunto no había pasado de esas rascaditas placenteras y hasta sabrosonas con las que a veces acompañamos nuestras mejores lecturas o la sinfonía de Mahler que estamos escuchando. Sin embargo, el día del cartero y el timbre insistente el asunto como que había pasado a mayores, obligándome a bajarme los pantalones y mirar detenidamente. Aunque bueno, de detenidamente, nada, la verdad. Porque a la legua podía verse la cantidad de moretones que, de un momento a otro, literalmente me poblaban ambos muslos. Y sin que yo notara lo más mínimo. Sin que yo notara absolutamente nada de nada, señores. Ni siquiera mientras me duchaba aquella misma mañana.



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