Pax romana by Adrian Goldsworthy

Pax romana by Adrian Goldsworthy

autor:Adrian Goldsworthy [Goldsworthy, Adrian]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 2016-05-21T16:00:00+00:00


X. LOS GOBERNADORES IMPERIALES

«Se preocupó tanto de imponer restricciones a los magistrados de la ciudad y a los gobernadores de las provincias que en ningún momento fueron más honestos o justos, mientras que después de su reinado hemos visto a muchos de ellos acusados de todo tipo de delitos».

Suetonio, hablando del emperador Domiciano, a principios del siglo II d. C.[1]

1. «Firmeza y diligencia»

Unos ciento sesenta años después de que Cicerón aterrizara en la isla de Éfeso cuando iba de camino a asumir el gobierno de Cilicia, otro antiguo cónsul llegó allí de camino a su propio mando provincial de Bitinia y Ponto. Plinio el Joven (Cayo Plinio Cecilio Segundo) no se demoró tanto tiempo como el reacio Cicerón, pero aun así llegó más tarde de lo que él esperaba, ya que su nave sufrió un retraso debido al mal tiempo. Plinio continuó avanzando hacia su provincia, pero se produjeron nuevos retrasos. El calor era excesivo, lo que hacía que el viaje por tierra dentro de un carruaje resultara arduo, y Plinio cayó enfermo con fiebre y tuvo que permanecer unos días en Pérgamo. Cuando por fin consiguieron embarcarse en los navíos comerciales que operaban a lo largo de la costa, otra vez fueron retenidos por el mal tiempo. El nuevo gobernador no llegó a Bitinia hasta el 17 de septiembre del año 109 d. C., lo que le permitió celebrar el cumpleaños del emperador Trajano al día siguiente.[2]

Plinio era un «hombre nuevo», como Cicerón, su familia procedía de una de las ciudades de Italia, en su caso de Comum (el actual Como, junto al pintoresco lago del mismo nombre). También fue un abogado con gran éxito en los tribunales y un prolífico autor que publicó nueve libros de cartas publicados en consciente emulación de su famoso predecesor. Entre los corresponsales de Plinio se incluían muchos de los senadores más distinguidos de la época, por ejemplo Tácito, el famoso historiador, y las cartas trataban de asuntos nacionales, de literatura, del admirable comportamiento de hombres y mujeres prominentes y del desarrollo de algunos de los importantes juicios en los que participó; también había una serie de cartas en las que Plinio solicitaba favores para él mismo o para sus asociados. En las misivas, sin embargo, no encontramos rastro alguno del interés de Cicerón por el resultado de las elecciones, por establecer amistades políticas, por el cambiante equilibrio de poder y de influencias dentro del Senado o por los detalles de la legislación. El lector de las Cartas de Plinio no tendrá ninguna duda de que la Roma de ese periodo era un Estado controlado por un princeps, cuya influencia —maligna en el caso de Domiciano y benévola en el caso de Trajano— estaba por todas partes. No es casualidad que el único de los discursos publicados de Plinio que ha sobrevivido al paso del tiempo es un panegírico de Trajano, porque, durante el Principado, los senadores dependían del favor imperial en un grado que Cicerón nunca podría haber imaginado, ni siquiera durante la dictadura de César.



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