Otelo, el moro de Venecia by William Shakespeare

Otelo, el moro de Venecia by William Shakespeare

autor:William Shakespeare
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Clásico, Drama, Teatro.
publicado: 1603-10-02T16:00:00+00:00


ESCENA IV

Explanada delante del castillo.

(Entran Desdémona, Emilia y un Bufón.)

DESDÉMONA.—Dime: ¿dónde está Casio?

BUFÓN.—No en parte alguna que yo sepa.

DESDÉMONA.—¿Por qué dices eso? ¿No sabes a lo menos cuál es su alojamiento?

BUFÓN.—Si os lo dijera, sería una mentira.

DESDÉMONA.—¿No me dirás algo con seriedad?

BUFÓN.—No sé cuál es su posada, y si yo la inventara ahora, sería hospedarme yo mismo en el pecado mortal.

DESDÉMONA.—¿Podrás averiguarlo y adquirir noticias de él?

BUFÓN.—Preguntaré como un catequista, y os traeré las noticias que me dieren.

DESDÉMONA.—Vete a buscarle; dile que venga, porque ya he persuadido a mi esposo en favor suyo, y tengo por arreglado su negocio. (Vase el Bufón.)

DESDÉMONA.—Emilia, ¿dónde habré perdido aquel pañuelo?

EMILIA.—No lo sé, señora mía.

DESDÉMONA.—Créeme. Preferiría yo haber perdido un bolsillo lleno de ducados. A fe que si el moro no fuera de alma tan generosa y noble, incapaz de dar en la ceguera de los celos, bastaría esto para despertar sus sospechas.

EMILIA.—¿No es celoso?

DESDÉMONA.—El sol de su nativa África limpió su corazón de todas esas malas pasiones.

EMILIA.—Por allí viene.

DESDÉMONA.—No me separaré de él hasta que llegue Casio. (Entra Otelo.) ¿Cómo estás, Otelo?

OTELO.—Muy bien, esposa mía. (Aparte.) ¡Cuán difícil me parece el disimulo! ¿Cómo te va, Desdémona?

DESDÉMONA.—Bien, amado esposo.

OTELO.—Dame tu mano, amor mío. ¡Qué húmeda está!

DESDÉMONA.—No la quitan frescura ni la edad ni los pesares.

OTELO.—Es indicio de un alma apasionada. Es húmeda y ardiente. Requiere oración, largo ayuno, mucha penitencia y recogimiento, para que el diablillo de la carne no se subleve. Mano tierna, franca y generosa.

DESDÉMONA.—Y tú puedes decirlo, pues con esa mano te di toda el alma.

OTELO.—¡Qué mano tan dadivosa! En otros tiempos el alma hacía el regalo de la mano. Hoy es costumbre dar manos sin alma.

DESDÉMONA.—Nada sé de eso. ¿Te has olvidado de tu palabra?

OTELO.—¿Qué palabra?

DESDÉMONA.—He mandado a llamar a Casio para que hable contigo.

OTELO.—Tengo un fuerte resfriado. Dame tu pañuelo.

DESDÉMONA.—Tómale, esposo mío.

OTELO.—El que yo te di.

DESDÉMONA.—No le tengo aquí.

OTELO.—¿No?

DESDÉMONA.—No, por cierto.

OTELO.—Falta grave es ésa, porque aquel pañuelo se lo dio a mi madre una sabia hechicera, muy hábil en leer las voluntades de las gentes, y díjole que mientras le conservase, siempre sería suyo el amor de mi padre, pero si perdía el pañuelo, su marido la aborrecería y buscaría otros amores. Al tiempo de su muerte me lo entregó, para que yo se le regalase a mi esposa el día que llegara a casarme. Hícelo así, y repito que debes guardarle bien y con tanto cariño como a las niñas de tus ojos, porque igual desdicha sería para ti perderlo que regalarlo.

DESDÉMONA.—¿Será verdad lo que cuentas?

OTELO.—Indudable. Hay en esos hilos oculta y maravillosa virtud, como que los tejió una sibila agitada de divina inspiración. Los gusanos que hilaron la seda eran asimismo divinos. Licor de momia y corazón de virgen sirvieron para el hechizo.

DESDÉMONA.—¿Dices verdad?

OTELO.—No lo dudes. Y haz por no perderle.

DESDÉMONA.—¡Ojalá que nunca hubiera llegado a mis manos!

OTELO.—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?

DESDÉMONA.—¿Por qué hablas con tal aceleramiento?

OTELO.—¿Le has perdido? ¿Dónde? ¡Contéstame!

DESDÉMONA.—¡Favor del cielo!

OTELO.—¿Qué estás diciendo?

DESDÉMONA.—No le perdí. Y si por casualidad le hubiera perdido…

OTELO.—¿Perderle?

DESDÉMONA.—Te juro que no le perdí.



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