Oscar Wilde y la sonrisa del muerto by Gyles Brandreth

Oscar Wilde y la sonrisa del muerto by Gyles Brandreth

autor:Gyles Brandreth [Brandreth, Gyles]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2009-01-01T00:00:00+00:00


16.

El ensayo general

El día siguiente era lunes, 26 de febrero. Según pude saber por Oscar, era el día de San Porfirio. Mi amigo llegó temprano al Théâtre La Grange vestido con un traje de tweed, violeta y con un ejemplar de la vida del santo en la mano. Me encontró solo en el camerino de La Grange, sentado en la tumbona y lustrando los zapatos del gran hombre.

—Tú no sabes leer griego, ¿verdad, Robert? —preguntó a modo de saludo, agitando el libro en el aire—. Deberé entonces traducirte esto. Se trata del retrato más maravillosamente fantástico del paganismo en la antigüedad. ¡El París de finales del siglo diecinueve no tiene nada que envidiar a la Gaza de principios del quinto!

—Te veo muy en forma esta mañana —observé, apartando los ojos de mis labores.

—¡Necesito estarlo! —declaró, dejando el libro encima del tocador de La Grange y buscando la pitillera en sus bolsillos—. Tengo una «cita de negocios» con el señor Marais a las diez. Cuando un hombre te propone una reunión para hablar de negocios, no hay duda de que, sea cual sea el resultado final, en ningún caso será ventajoso. —Se colocó un cigarrillo entre los labios y encendió una cerilla al tiempo que cerraba los ojos y aspiraba los sulfurosos vapores—. No quiero dinero —prosiguió—. Sólo aquellos que pagan sus facturas quieren dinero, y yo jamás pago las mías.

—Muy divertido, Oscar —dije—. Sin duda estás en forma.

—Gracias, Robert. —Me ofreció una modesta inclinación de cabeza y, volviéndose hacia el espejo de cuerpo entero situado junto al tocador, estudió en él su reflejo—. Aunque no me importa el dinero, sé que al señor Marais sí le importa, y mucho. Creo que lleva años estafando a La Grange.

Le miré sin ocultar mi sorpresa.

—¿Por qué? ¿Cómo? Marais parece estar consagrado a La Grange.

—¿Que por qué? Porque es sordo y odia al mundo por ello. Y no le culpo. ¿Cómo, preguntas? Mediante el viejo método que tanto adoran los encargados de taquilla de todos los teatros del mundo. ¿No te has dado cuenta acaso de que hay treinta y cuatro filas de asientos en la sala de este teatro?

—¿Ah, sí?

—Sí. Sin embargo, en el plano del teatro que Marais repasa todos los sábados por la noche con el señor La Grange hay solo treinta y tres. Marais se reserva íntegramente los ingresos de la fila invisible.

—Qué extraordinario.

—Y qué simple. Marais es un ladrón. Eso mismo le dije durante nuestra última «reunión de negocios». Le dije que podía robar a su jefe y salir airoso de ello, pero que no iba a hacer lo mismo conmigo.

Me reí.

—¿Y cómo pensaba robarte a ti, Oscar?

—Me ofreció el equivalente a cien libras por mi trabajo sobre la traducción de Hamlet. Le dije que La Grange me había ya prometido el doble de esa cantidad.

—¿Y era cierto?

—No, pero podría haberlo sido. Marais me pagará una cantidad y dirá a La Grange que me ha pagado otra… para embolsarse la diferencia.

—Eso es escandaloso, Oscar.

—Así son los negocios, Robert. Pero estoy decidido a no dejarme avasallar.



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