(Oceano 03) Maradentro by Alberto Vazquez-Figueroa

(Oceano 03) Maradentro by Alberto Vazquez-Figueroa

autor:Alberto Vazquez-Figueroa [Vazquez-Figueroa, Alberto]
La lengua: rus
Format: epub
Tags: adventure
editor: www.papyrefb2.net
publicado: 2013-12-14T17:00:00+00:00


— No estoy culpando a Asdrúbal porque hizo lo que debía y yo hubiera hecho lo mismo… -Sebastián parecía convencido de lo que estaba diciendo- Pero si cualquiera de nosotros hubiera tenido que pasar por la mitad de las pruebas por las que Yáiza ha pasado, a estas horas estaría en un manicomio, y sin embargo aún tenemos la presunción de cuidarla sin caer en la cuenta de que en realidad es ella la que hace tiempo que cuida de nosotros.

— Es la pequeña -protestó Aurelia.

— ¡Mamá! -protestó de igual modo su hijo-. Yáiza no ha sido nunca la pequeña. Desde que no levantaba un metro del suelo era ya mucho mayor incluso que el abuelo. Ahora tiene dieciocho años pero es como si hubiera vivido mil. ¡Déjala en paz! ¡Deja de espiar cada uno de sus movimientos, y deja que sea ella la que decida lo que debemos o no debemos hacer! Yo, por mi parte, estoy dispuesto a aceptarlo.

— No me gusta que hables de ese modo.

— Algún día tenía que hacerlo porque hace tiempo que lo vengo meditando. Cada vez que tomo una decisión que nos afecta a todos me aterrorizo porque es una responsabilidad demasiado grande para mí.

— Yo no la quiero.

Sebastián se volvió a su hermana que hasta aquel momento se había mantenido al margen de la conversación, e insistió:

— Pues tendrás que aceptarla -dijo-. Al fin y al cabo, eres la única que tienes una idea de lo que ocurre. Los demás andamos a ciegas.

— ¿Y yo no?

— No tanto como nosotros. ¿Qué sé yo de ese indio? Nunca lo he visto y nunca tendré la menor oportunidad de verlo, pero pretendes que continúe siendo yo quien tome las decisiones. ¡No! -concluyó hastiado-. No quiero volver a sumergirme en un río infestado de pirañas, a no ser que tú digas que debo hacerlo.

Pero aun así, tanto él como su hermano se sumergieron de nuevo al día siguiente en el Curutú, que les entregó media docena de «piedras» de primera calidad, la mayor de las cuales serviría para tallar un hermoso brillante de más de tres quilates.

Nadie dio la noticia, pero como si «La Música» hubiera comenzado a sonar para el resto de los mineros, esa noche se advirtió una desacostumbrada actividad en el campamento, los hombres se reunieron en casa del griego, y por último fue el propio Salustiano Barrancas quien se dejó caer tras la cena por la choza de los Perdomo Maradentro.

— ¿Qué hubo? -fue lo primero que dijo tras saludar con apenas monosílabos-. ¿Es cierto que hay tanta «guiña» como dicen?

— ¿Quién lo dice? -replicó cortante el húngaro.

— Los rumores.

— ¿Desde cuándo haces caso de rumores? El «Fiscal de Minas» había tomado asiento sobre uno de los toscos bancos que Aurelia había improvisado y aceptó agradecido el «café» que Yáiza le ofrecía.

— Los «rionegrinos» de el Bachaco me han pedido un cambio de concesión. Quieren trabajar en el río y si lo hacen puedes jurar que en tres días estarán ahogándose como pendejos.



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