Nocturnalia by Joel Santamaría

Nocturnalia by Joel Santamaría

autor:Joel Santamaría [Santamaría, Joel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2021-02-28T16:00:00+00:00


* * *

Estaba tan atónito, tan perplejo, que me quedé quieto, incapaz de mover un pulgar. Y allí habría perecido de no ser porque un compañero mío, un tal Cornelio Civil, viendo que la cabeza de aquel caballero enemigo había quedado al descubierto, le ensartó el entrecejo con la punta de su lanza, atravesándole limpiamente el cráneo y haciéndole saltar parte del cerebro por la nuca.

Mi hermano se desplomó estrepitosamente en el suelo, y, postrado en él como estaba, a pesar del tremendo agujero negro que se le abría entre los ojos y la nariz, aún tuvo fuerzas para señalarme con el índice y decirme:

—¡Mueran, mueran mil veces los traidores! ¡Maldito seas para siempre, Constante!

Su maldición se convirtió en un gorgoteo incomprensible que fue bajando de volumen hasta enmudecer. Así fue como mi hermano Córax, el primogénito de la casa Barsemis, expiró su alma. En un breve espacio de tiempo los átomos que componían su cuerpo se disgregarían y no quedaría ni rastro de su presencia en la tierra.

Habría seguido allí plantado, refrenando mi montura y haciendo caso omiso de los peones enemigos que venían por un lado y de los catafractos que acudían galopando por el otro, de no ser porque el mismo lancero que me había salvado la vida me golpeó la espalda con su asta, pidiéndome a gritos que huyéramos. Miré en derredor, descubrí que nos habíamos quedado prácticamente solos, espoleé a mi montura y, siguiendo a mi salvador, regresé galopando al arco de Septimio Severo, donde nos juntamos con el centurión y la mayor parte de los nuestros.

Por desgracia, a partir de aquel punto no pudimos seguir avanzando. Nos habían tendido una trampa. El enemigo acababa de bloquear el arco de Septimio Severo con unos parapetos de madera y había apostado a decenas de peones detrás de ellos, peones que iban atosigándonos con sus picas. A nuestras espaldas no dejaban de arremeternos los catafractos enemigos; y, por si no bastara con eso, las cornisas de los soportales que flanqueaban la avenida se fueron llenando con arqueros que empezaron a apuntarnos. Se oyó a alguien gritando una orden en árabe y una espesa ráfaga de flechas se abatió sobre nosotros, furiosa como el granizo. Muchos de los nuestros cayeron al suelo, entre ellos el propio centurión, Cayo Alberico, que recibió una de ellas en el ojo izquierdo.

Pensábamos que moriríamos allí, aprisionados contra aquel improvisado muro de madera; pero en ese preciso instante se desmoronó y sus piezas se derrumbaron estruendosamente. Nuestros legionarios irrumpieron por el arco de triunfo a decenas, a cientos, como una ordenada invasión de termitas. Marchaban hacia delante, apretando las filas todo lo posible y juntando sus escudos de teja, rechazando con ellos los proyectiles y las picas enemigas. A los catafractos romanos que habíamos resistido se nos juntaron varias decenas más de los nuestros. Viéndose sobrepasados en número, los catafractos palmireños que nos hostigaban por detrás volvieron grupas y se dispersaron por los callejones adyacentes a la avenida.

«¡Hemos conseguido entrar en la ciudad! —gritó alguien—.



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