Nazaret by J.J. Benítez

Nazaret by J.J. Benítez

autor:J.J. Benítez [Benítez, J.J.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Ciencia ficción, Histórico
editor: Planeta
publicado: 1988-12-31T23:00:00+00:00


26 DE ABRIL, MIÉRCOLES

Fui un inconsciente. Ahora, al recordar aquel amanecer, comprendo lo cerca que estuve del fin.

Próxima la vigilia del canto del gallo, faltando unas dos horas para el alba, un breve y temeroso repiqueteo en la puerta me puso en pie. Necesité unos segundos para hacerme con la situación. Los sentidos no me habían engañado. Los tímidos golpes, como si alguien evitara llamar la atención del resto de los huéspedes, se repitieron de nuevo. Casi sin tocar el suelo me acerqué a la madera, tratando de averiguar quién se hallaba al otro lado. Y una voz de mujer reemplazó esta vez la apagada señal. Sólo capté dos palabras: «griego» y «despierta». Y con idéntico sigilo me apoderé del cayado, acariciando el clavo del láser de gas. Si era una trampa debería actuar con diligencia. El instinto —supongo que con razón— dibujó el rostro y la daga de Heqet en la penumbra de la galería. ¡Estúpido de mí! Tenía que haberlo imaginado. ¿O sí lo hice? Para el caso era lo mismo. Las circunstancias eran aquéllas y no otras. Y despacio, midiendo cada paso, fui a situar la «vara» entre la puerta y mi cuerpo. Y con nerviosa lentitud entreabrí la hoja. El personaje que asomó por la rendija no supo nunca lo cerca que estuvo de recibir una descarga.

—¡Griego de los infiernos!... El vino ha cegado tus oídos.

No repliqué. Débora, la moabita, con los labios hinchados y el rostro deformado por los hematomas, me conminó a que saliera de la habitación. Desconfiado franqueé la puerta, inspeccionando el solitario corredor. La «burrita», a primera vista, no parecía acompañada. La galería respiraba silencio. Sin embargo, dada la escasa iluminación, no era difícil que alguien se hallara agazapado detrás de las esteras y edredones que colgaban de la barandilla. Y con evidentes prisas susurró que tomara mis cosas y la siguiera. El tono —sincero— me animó a obedecer sus órdenes. Y ante mi sorpresa la vi recoger del suelo un abultado fardo y unas mantas. Y cargando con el lío fue a depositarlo en una de las esquinas de la habitación. La seguí intrigado, comprobando que el enorme saco no era otra cosa que un tenso y bien repleto pellejo de vino. Lo cubrió con las mantas y, apagando la lámpara que me había alumbrado durante el descanso, tiró de mí, cerrando la hoja con especial cuidado. Estaba claro. Por razones que empezaba a intuir, la audaz prostituta había reemplazado al «dormido griego» por un «dormido odre». Un escalofrío terminó por despabilarme.

Cruzamos el corredor como dos sombras, deteniéndonos al otro extremo, frente a la habitación que se abría al norte. Alguien aguardaba con la puerta entreabierta. Y en silencio se hizo a un lado. Débora me precedió. Durante unos instantes, temeroso, no supe qué partido tomar. ¿Y si me hallaba ante una encerrona? La «burrita», en cambio, no lo pensó dos veces. Y atrapándome por el manto me arrastró al interior, al tiempo que maldecía su suerte. El cuartucho, poco más



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