Muerte en el gueto by Jill Leovy

Muerte en el gueto by Jill Leovy

autor:Jill Leovy [Leovy, Jill]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Ciencias sociales
editor: ePubLibre
publicado: 2014-12-31T16:00:00+00:00


14

Todo el mundo sabe

Para algunos de sus detractores en la jefatura, John Skaggs ya tenía el compañero que necesitaba. Circulaban a sus espaldas rumores sarcásticos sobre el nuevo equipo de inspectores compuesto por «Skaggs y su Ego».

Pero Prideaux hizo que Skaggs eligiera a un segundo de carne y hueso para trabajar con él en el caso. A Skaggs le habría gustado que fuera Barling, pero no era realista, porque Barling tenía ahora el nivel D-3. Así que Skaggs designó al joven que había sido su compañero en su breve estancia en la Suroeste, Corey Farell.

Muy en su línea, también hizo todo lo necesario para poder salir y hablar con gente tanto como fuera posible. Así que un día en el que Farell estaba muy ocupado con otra cosa, buscó por la oficina a ver qué otro agente estaba disponible. Como líder indiscutible del caso, por fin podía moverse como quería y no tenía la intención de dejar que nada lo retuviera.

Resultó que Rick Gordon estaba cerca. Así, el 1 de octubre, cinco meses después de la muerte de Bryant, Skaggs (necesitado de un compañero temporal) designó a Rick Gordon y le pidió que le acompañara. Y así fue como los dos hombres (posiblemente los mejores inspectores del gueto que había en aquel momento en la ciudad) salieron en una misión muy particular.

El hombre al que Coughlin había pillado con el revólver formaba parte de ese batallón de hombres negros del Sur Central cuya mitad inferior estaba desplomada sobre una silla de ruedas, apoyada en muletas o embutida en aparatos ortopédicos. Al pasear con el coche por el Sur Central, era habitual ver a estas víctimas: hombres jóvenes que habían recibido un disparo, mezclas discordantes de salud y debilidad, rostros jóvenes y extremidades hechas trizas. Si se les preguntaba qué había pasado, daban la misma respuesta que este hombre daría más tarde ante el tribunal. Dos palabras: «Un tiro».

Aparentaba menos de los veintiocho años que tenía. Ostentaba una boca pequeña y una nariz estrecha y alargada que se ensanchaba en la base; su piel era fina y muy oscura. Un pulcro hilo de barba le enmarcaba la barbilla. La ropa que llevaba era luminosa y estaba planchada: hasta los pantalones, que le caían con un pliegue amplio entre los muslos. Era bueno con su silla de ruedas; se impulsaba con deportividad. Si una silla de ruedas puede pasear, eso es lo que hacía la suya. No había sido lo bastante rápido como para escapar de Francis Coughlin. Pero Coughlin era más veloz que la mayoría de los tíos a pie.

El hombre poseía una tranquila dignidad a pesar de su máscara de pesadumbre y recelo. No parecía desquiciado por los traumas, como sucede con algunos pandilleros cuando pasan los veinticinco. Su manera de hablar era calmada y razonable. Hablaba de salir y decía que quería retomar los estudios. Parecía decirlo de corazón. Algunos de los agentes de la Sureste le conocían personalmente. «Un mafioso —decían, pero añadían enseguida—: No es un mal tipo».



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