Moby Dick (trad. José María Valverde) by Herman Melville

Moby Dick (trad. José María Valverde) by Herman Melville

autor:Herman Melville [Melville, Herman]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1851-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo LXI

Stubb mata un cachalote

SI para Starbuck la aparición del pulpo fue cosa de portento, para Quiqueg fue un objeto bien diverso.

—Cuando ver al pulpo —dijo el salvaje, afilando el arpón en la proa de su lancha colgada—, luego ver pronto al cachalote.

El siguiente día fue enormemente tranquilo y bochornoso, y, sin nada especial en qué ocuparse, la tripulación del Pequod difícilmente pudo resistir la incitación al sueño producida por un mar tan vacío. Pues esa parte del océano índico por donde viajábamos entonces no es lo que los balleneros llaman una zona viva; esto es, ofrece menos atisbos de marsopas, delfines, peces voladores y otros vivaces moradores de aguas movidas, que las zonas a lo largo del Río de la Plata o el litoral del Perú.

Me tocaba mi turno de vigía en la cofa del trinquete, y, con los hombros apoyados contra los aflojados obenques de sobrejuanete, me mecía de un lado para otro en lo que parecía un aire encantado. No había decisión que pudiera resistirlo; en ese soñador estado de ánimo, perdiendo toda conciencia, por fin mi alma salió de mi cuerpo, aunque mi cuerpo aún seguía meciéndose, como un péndulo mucho después que se retira la fuerza que empezó a moverlo.

Antes de que me invadiera el olvido, me había dado cuenta de que los marineros en las cofas de mayor y mesana ya estaban adormilados. Así que, al fin, los tres pendimos sin vida de las vergas, y por cada oscilación que dábamos, había una cabezada, desde abajo, por parte del amodorrado timonel. Las olas también daban cabezadas con sus crestas indolentes; y a través del ancho éxtasis del mar, el este inclinaba la cabeza hacia el oeste, y el sol por encima de todo.

De repente, parecieron reventar burbujas bajo mis ojos cerrados; mis manos, como tornillos de carpintero, se agarraron a los obenques; algún poder invisible y misericordioso me salvó; volví a la vida con una sacudida. Y he ahí que muy cerca de nosotros, a sotavento, a menos de cuarenta brazas, un gigantesco cachalote se mecía en el agua como el casco volcado de una fragata, con su ancho lomo reluciente, de tinte etiópico, brillando a los rayos del sol como un espejo. Pero ondulado perezosamente en la artesa del mar, y lanzando de vez en cuando tranquilamente su chorro vaporoso, el cetáceo parecía un obeso burgués que fuma su pipa una tarde de calor. Pero esa pipa, mi pobre cachalote, era su última pipa. Como golpeado por la varita de algún encantador, el soñoliento buque, con todos sus durmientes, de repente se sobresaltó en vigilia, y más de una veintena de voces, desde todas partes del barco, a la vez que las tres notas desde la altura, lanzaron el acostumbrado grito, mientras el gran pez, con lenta regularidad, chorreaba la centelleante agua del mar por el aire.

—¡Soltad los botes! ¡Orza! —grito Ahab. Y obedeciendo su propia orden, dio al timón a sotavento antes que el timonel pudiera mover las cabillas.

La repentina exclamación de



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