Moby Dick (Los mejores clásicos) by Herman Melville

Moby Dick (Los mejores clásicos) by Herman Melville

autor:Herman Melville
La lengua: spa
Format: epub
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2020-03-09T00:00:00+00:00


LVII. DE LAS BALLENAS PINTADAS: EN DIENTES; EN MADERA; EN PLANCHAS DE HIERRO; EN MONTAÑAS; EN ESTRELLAS

En Tower-Hill, bajando desde los muelles de Londres, es muy frecuente ver a un mendigo mutilado (o «anclado», como dicen los marineros) que sostiene ante sí una tabla pintada donde se representa la trágica escena durante la cual perdió su pierna. Hay tres ballenas y tres botes; y la ballena tritura uno de los botes, en el cual se presume que está, en toda su integridad original, la pierna ausente. Me dicen que durante diez años este hombre ha llevado esa tabla y ha mostrado su muñón a un mundo incrédulo. Pero ha llegado el momento de hacerle justicia. Esas tres ballenas son tan auténticas como cualquiera de las publicadas por Wapping, y su muñón es tan indiscutible como cualquier muñón que pueda verse en las playas occidentales. Pero aunque apoyado en ese muñón, el pobre ballenero no improvisa discursos:[*] con los ojos bajos, contempla melancólicamente su pierna amputada.

A través del Pacífico, y también en Nantucket, Nueva Bedford y Sag Harbor, pueden encontrarse animados dibujos de ballenas y escenas de caza de ballenas esculpidas por los propios cazadores en dientes de cachalotes, o en ballenas de corsé hechas con las barbas de la ballena, así como otros skrimshander, según llaman los marineros a los innumerables objetos ingeniosos que tallan laboriosamente, durante las horas de reposo, en el material en bruto. Algunos de ellos tienen estuches con instrumentos que parecen de dentista y están concebidos para tallar esos skrimshander. Pero en general se las arreglan con sus navajas: con ese instrumento, omnipotente para el marinero, hacen cuanto se nos antoje, guiándose por su fantasía marina.

Un largo exilio del mundo cristiano y la civilización vuelve inevitablemente al hombre a esa condición en que Dios lo creó, es decir, a lo que se llama el estado salvaje. El verdadero cazador de ballenas es tan salvaje como un iroqués. Yo mismo soy un salvaje que sólo debo obediencia al Rey de los Caníbales y estoy dispuesto en cualquier momento a rebelarme contra él.

Ahora bien: una de las características peculiares de estos salvajes, cuando están en su propio ambiente, es su paciencia maravillosa y su laboriosidad. Una antigua maza de guerra o un asta de lanza de las islas Hawai es, por la variedad y elaboración de su talla, un trofeo de la perseverancia humana tan grande como un diccionario latino. Porque esa milagrosa red de incisiones en la madera se hace con un pedazo de concha marina o con un diente de tiburón, y cuesta años de trabajo constante.

Con el salvaje marinero blanco ocurre lo mismo que con el salvaje de Hawai. Con la misma paciencia maravillosa y con ese mismo diente de tiburón que es su mísera navaja, el marinero talla una escultura ósea no tan hábil como el escudo de Aquiles, el salvaje griego, pero con la misma riqueza de su ornamentación: llena, además, de espíritu y sugestión bárbaros, como los grabados de aquel maravilloso salvaje holandés, el viejo Alberto Durero.



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