Messi es un perro by Hernán Casciari

Messi es un perro by Hernán Casciari

autor:Hernán Casciari [Casciari, Hernán]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Memorias, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2016-04-22T16:00:00+00:00


La batalla del movimiento

Hubo una época, que para peor fue larguísima, en la que Chiri ejerció un extraño poder sobre mí. La desgracia empezó al inicio de la edad del pavo, a los doce o trece años, en una plaza de Mercedes cercana a las vías. Chiri se puso a tararear La batalla del movimiento, una canción infantil en donde el juglar indica acciones que el oyente debe cumplir.

«Esta es la batalla del movimiento,

a mover los pies sin parar un momento».

Así dice la primera estrofa, y entonces hay que mover los pies. Más tarde se agregan las manos, la cabeza, los hombros, la cintura y todo lo articulable.

Cuando Chiri empezó a cantar, esa tarde iniciática, yo decidí —¡cuánto me arrepentiría después!— cumplir con los requisitos de los versos para hacerlo reír con mis monerías. Y lo conseguí. Mi amigo se divirtió mucho con mis aspavientos frenéticos, tosió y se carcajeó horas enteras, porque en la infancia yo le dedicaba mucha energía corporal y gestual a provocar la risa mortal ajena, que es una risa en la que el otro debe pedir tregua, con el gesto colorado, pues ve cercana la muerte por asfixia.

Cuando nos reíamos tanto con una nueva rutina inventada a solas, a la semana la ejecutábamos para otros. Siempre fue así: ocurría con las canciones en mao, con diálogos que los demás sospechaban improvisados y con trucos a dúo de toda índole. Pero en este caso puntual, La batalla del movimiento se transformó en algo peligroso, porque Chiri decidía unilateralmente el comienzo del sketch. No hacía uso de la complicidad para inaugurar la broma. No me consultaba nunca, ni con palabras ni con gestos. Iniciar la pantomima —cuyo esfuerzo físico era casi todo mío— era su decisión personal. Y, hasta el día de hoy, yo nunca supe por qué me sentía obligado a responder.

En mi cabeza, acceder sin chistar al llamado musical de Chiri tenía la gravedad de una tradición religiosa. Si él empezaba a cantar La batalla del movimiento era mi deber reaccionar de inmediato, dar un salto atlético y ponerme a mover los pies, las manos, la cintura y todo lo que a él se le ocurriera, durante el tiempo de su antojo. A Chiri no le importaba que yo pudiera estar cansado, o desanimado, incluso sentir bochorno por la presencia de extraños o sin ganas de hacerme el payaso. Si él empezaba, yo debía seguirlo. Es más: él prefería activarme cuando menos dispuesto me veía, porque al contrario que el grupo, que festejaba mis morisquetas, Chiri se reía a causa del poder que yo le había conferido. Él disfrutaba porque había descubierto que yo siempre, sin importar el contexto, iba a activarme.

Y entonces —como ocurre con quien se sabe poderoso— empezó a elegir los contextos con crueldad. Es cruel activar el Parkinson enajenado de un gordito de catorce años frente a las chicas más lindas de un cumpleaños de quince, por ejemplo; eso no ayuda a conseguir novia en la adolescencia. Es cruel activar a un gordito frente a sus padres y abuelos, a la salida de misa.



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