Memorias encontradas en una bañera by Stansilaw Lem

Memorias encontradas en una bañera by Stansilaw Lem

autor:Stansilaw Lem [Lem, Stansilaw]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ciencia Ficción
ISBN: 84-02-05392-0
editor: Editorial Bruguera. S.A,
publicado: 1977-01-01T00:00:00+00:00


VII

NO SÉ CUÁNTO TIEMPO ESTUVE ALLÍ SENTADO. El anciano con el uniforme desabrochado se movía de vez en cuando en sueños, pero esto no me sacaba de mi inercia. Varias veces me levanté y fui a ver a Erms, pero sólo en la imaginación, porque en realidad no moví ni un dedo. Tenía ganas de quedarme allí, de no hacer nada: por fin hubieran tenido que ocuparse de mí, pero recordé las largas horas de la espantosa espera en la secretaría. Aquí podía pasar lo mismo.

Me levanté, pues, recogí mis papeles y me dirigí al despacho de Erms. Estaba sentado tras su escritorio, apuntando algo en las actas y removiendo torpemente el té con la mano izquierda, sin mirar. Cuando entré, levantó sus ojos azules, que brillaron de alegría al verme mientras sus labios pronunciaban, todavía sin voz, unas palabras del texto que estaba leyendo; parecía divertirse con cualquier cosa, como un cachorro (un cachorro... un cachorro... ¿tendría un sentido oculto esta palabra?). No pude seguir preguntándomelo, porque él exclamó con júbilo:

—¡¿Usted?! ¡Cuánto ha tardado! ¡Pensaba que se había perdido! ¡¿Dónde estuvo todo este tiempo?!

—En el despacho del almiradier —musité, sentándome frente a él. No lo dije con ninguna intención especial, pero él debió de entenderlo a su manera, porque ladeó la cabeza con un respeto fingido.

—Vaya —dijo, muy satisfecho—, vaya, hombre. No ha perdido el tiempo. Estoy orgulloso de usted.

—¡No, por favor, comandante! —casi grité, levantándome a medias de la silla—. ¡No necesito que me diga estas cosas!

—¿Por qué? —preguntó, sorprendido, pero le corté. Se abrieron en mí unas compuertas de elocuencia, hablé rápidamente, tartamudeando un poco, sin interrupciones, de mis primeros pasos en el Edificio, del jefe supremo y sus aparatos, de las sospechas que ya entonces nacían en mí sin que lo supiera y, apoderándose de mí como unos microbios, emponzoñaban mis actividades ulteriores; le conté cómo crecieron en mi mente, cómo llegué a considerar que eran mi destino ineludible, dispuesto ya a aceptar el papel terrible, impuesto por el miedo y por las circunstancias, de un inocente sentenciado sin haber cometido el crimen; pero cómo incluso esto me fue negado, cómo se me dejaba a mí mismo, sin ayuda, al menos en apariencia, y cómo iba de puerta en puerta, de puerta en puerta, con todo aquel peso absurdo encima, del que nadie quería librarme... Dije tantas cosas, hablé tanto tiempo, que hubiera debido conseguir algo, pero no conseguía nada... Yo —repetía— de mí, para mí, por mí, me embrollaba, sintiendo la debilidad de mis aseveraciones: les faltaba algo, no eran convincentes, hasta que, inspirado más bien por mi lengua que por mis ideas, emprendí un análisis general del problema. Dije que, si tenía que servir para algo, para cualquier cosa, sin pretensiones, ni ambición, no era bueno destruir hasta este punto mi moral. ¿Qué provecho sacaría el Edificio, si me deshiciera, si anulara todas mis facultades? ¡Ninguno! Entonces, ¿para qué todo esto? ¿De verdad no era todavía la hora de entregarme, mejor dicho, de devolverme



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