Magia Blanca by Malala Macaroni - Irene de Westminster

Magia Blanca by Malala Macaroni - Irene de Westminster

autor:Malala Macaroni - Irene de Westminster [Malala Macaroni - Irene de Westminster]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Romántica
publicado: 2017-03-17T04:00:00+00:00


Capítulo 14: Paolo

El día siguiente a la fiesta me levanté con un humor de perros. El deseo de matar a alguien estaba más presente que nunca, apenas agazapado bajo mi piel, y aunque tenía los ojos inyectados en sangre por no haber dormido más de una hora, me encerré en el polígono de tiro de la mansión para descargar un poco la fiebre que me estaba atormentando.

Eso no mejoró mi ánimo pues en cada blanco y en cada disparo veía a Malala. Imaginaba el suave cuerpo de Malala en mi cama, en mis brazos, cubierto de sangre mientras la follaba y la mataba. Erré más de un tiro al cerrar los ojos, deseando apartar de mi cabeza la angustia que me dominaba.

Malala estaba en la ciudad. Eso significaba que mi padre lo sabría pronto. Ya no podía alegar desconocimiento de su paradero, no había motivo para aplazar la orden.

Y no podía NO matarla. Eso era imposible. No se desobedecía una orden de Mascarpone. En mis huesos tenía grabado eso, como tenía grabado en mi corazón que no quería ser un traidor como mi padre.

¡Bah, como si hubiera podido elegir! Ni siquiera se trataba de mí. Yo era uno de los diez hombres más poderosos del planeta pero no tenía potestad para cuestionar esa clase de orden. La ‘Ndrangheta no funcionaba así. En mis manos estaba decidir el destino de miles de millones, pero cuando se trataba de un mandato directo…

Si desafiaba a mi padre, si decidía no matarla, él se lo encargaría a alguien más y ese alguien sería sádico, sería brutal. Por desobedecer, a mí me obligarían a mirar lo que le hacían a mi mujer antes de matarme a mí. Me estremecí. Podían hacerle iniquidades.

No me importaba morir pero no podía condenarla a ella a una muerte así.

No. Debía ocuparme personalmente, aunque fuera por piedad.

Cerré los ojos y un sollozo brotó de mi pecho.

La odié entonces con toda el alma. La odié por hacerme eso, por ponerme en la necesidad de elegir entre convertirme en su asesino o ser testigo de su muerte; de elegir entre traicionarla o traicionar a mi padre y a la hermandad.

La odié con saña. Se me hacía intolerable pensar en ella. Intolerable que ella hubiera besado a otro, que estuviera con otro, que le entregara su cuerpo, que era mío. La noche anterior había estado a punto de cargarme al primo Enzo, solo porque sus labios habían sentido el sabor de los de ella. Ese sabor era mío.

¡Era mío! Al final, no había quedado más remedio que apartar al primo de mi vista antes de que yo hiciera una masacre.

Tras soltar la 45 que estaba empuñando, descargué entera la cinta de municiones de una metralleta y cuando no quedó ni un cartucho, tiré el arma y las orejeras al suelo y me marché.

Me encerré en mi escritorio, en la planta baja de la casa, y traté de concentrarme en unos informes económicos, pero los ojos de Malala siguieron apareciendo ante mí, acusadores.

Me obligué a pensar en mi padre.

Giovanni Sanpierone había sido su nombre. Desde pequeño, lo primero que percibí en torno a mí fue el respeto con el que todo el mundo hablaba de él.

«Es un gran jefe», me dijo un amigo en el jardín de infancia, y me henchí de orgullo al escucharle.

Resultaba extraño que, a pesar de haber sido yo tan pequeño en ese entonces, podía recordar varias escenas que había vivido con él con tanta claridad como si hubieran ocurrido ayer.

Recordé que todas las noches se metía en el cuarto que yo compartía con Giorgio, en la casa de San Luca donde luego vivieron la tía Bettina y Carlo. Se sentaba un rato en mi cama, un rato en la de mi hermano, y nos contaba historias sobre la hermandad.

La hermandad vive por el orden, nos decía.

La hermandad vive por el honor, nos recordaba.

¿Qué es el honor?, preguntó una vez Giorgio. El honor es seguir el camino que trazaron tus antepasados para ti, respondía.

Es respetar la palabra empeñada. Es proteger a la familia. Es trazar tus propias normas y cumplirlas, porque un verdadero hombre camina solo, no camina debajo de nadie, allá los que lo juzguen.

Yo había temblado al escucharle y cada una de sus palabras se habían grabado a fuego en mi mente.

Lástima que después se había traicionado a sí mismo, a su familia y a la hermandad entera, al pasarle a los carabineros el dato del coche en el que creía que iba su archienemigo, el único que podía disputarle el liderazgo de La Santa: Arcangelo Mascarpone.

Si me lo hubieran contado, tal vez no lo habría creído. Tal vez habría crecido con el convencimiento de que Mascarpone me engañaba: a mis ojos de niño, Giovanni Sanpierone no podía ser vil y cobarde como una rata.

Pero lo había visto: en el salón de casa, de pie frente a Arcangelo, las manos juntas como si estuviera rezando, jurando que había sido él, el culpable de que en ese episodio los carabineros masacraran el coche en el que en realidad viajaban la esposa y los hijos de Mascarpone.

Después, había aguardado su destino. No movió un dedo para evitarlo, ni siquiera cerró los ojos ni se cubrió la frente.

El disparo le había dado entre los ojos y cuando la pistola todavía estaba caliente, Mascarpone se giró y me descubrió escondido tras un sillón.

Nos miramos fijamente.

—Buen tiro —le dije.

Por primera vez vi en los ojos de Arcangelo una expresión que luego se haría habitual: me miró con admiración. Poco después, él se hacía cargo de nosotros y yo, agradecido, le juraba que le obedecería siempre.

Sentado ante mi escritorio en la mansión, temblé, sabiendo que ahora no podía desobedecerle. La hermandad, la familia, la obediencia, el honor… eran conceptos que habían quedado grabados a fuego en mi corazón. Se había ocupado de eso mi verdadero padre, primero con sus historias al lado de mi cama, luego con su muerte.

Pero ahora debía enfrentarme a otra muerte, la menos pensada.

Apreté la mandíbula, se tensionó cada músculo de mi cuerpo, se me hizo un nudo en mi vientre.

Sería rápido, me prometí, usaría un método directo y simple. Tendría que hacerlo por piedad. ¿Qué otra salida quedaba?

Y al pensarlo, me sangró el corazón como si me lo desgarraran.

El jefe de seguridad de la mansión interrumpió mis cavilaciones. Llamó a la puerta, lo hice entrar y agradecí mentalmente la distracción. Era un hombre de la ‘Ndrangheta de cerca de sesenta años, veinte de los cuales había cuidado a Arcangelo.

Recién en los últimos tiempos había pasado a mi órbita, desde que mi casi hermano, Silver Benson, había ingresado a la mansión con un grupo comando para asesinarme. Malala me había salvado en ese momento.

En silencio, observé al hombre mientras abría la puerta tras obtener la autorización para entrar y tomar asiento.

—Don Paolo —dijo entonces y noté en su voz y en sus gestos un dejo de inquietud—. Hemos pasado el escáner de rutina y ha saltado una alarma.

Me eché hacia atrás en mi sillón y junté las manos frente a mí, con los codos en los apoyabrazos. Me quedé callado, aguardando. Un fallo en la seguridad no era un hecho común desde que el tipo había quedado a cargo, se preciaba de ser un profesional. ¿Era eso lo que lo ponía tan nervioso? ¿El haber fallado? O por el contrario, ¿había algo más?

—Continúa.

—Hemos encontrado una cámara de grabación con un micrófono, ambos activados.

—¿Dónde?

—En su cuarto… —dudó e hizo una mueca—, apuntando a su cama. No es equipo de la policía ni del servicio secreto — frunció el entrecejo y los labios—. Es un producto chino, pero de calidad.

Absorbí esa información sin dar muestra de extrañeza. ¿Me habían estado filmando? ¿Quiénes? ¿Desde cuándo? ¿Por qué en la cama? Yo no mantenía reuniones en ese cuarto ni hacía llamadas que pudieran incriminarme, no tenía relaciones con mujeres, ni… Recordé que la noche anterior me había masturbado allí y sentí un leve rubor en las mejillas. Bueno, tampoco era algo que importara, todo el mundo se masturbaba, mi conducta sexual no era asunto de nadie salvo mío… y de Malala.

Entonces supe, por supuesto, que había sido ella. Para eso había ido a la fiesta. Su visita había tenido un objetivo: espiarme.

Pero, ¿por qué? ¿Acaso… para escucharme? ¿Para verme? ¿O para pillarme en algo y traicionarme?

Fruncí el ceño y bajé los párpados mientras mi corazón latía con fuerza, no quería que el hombre viera mis sentimientos desfilando por mis pupilas.

—Debió haber sido colocado anoche —continuó él—, porque en el chequeo de ayer a la mañana no encontramos nada.

—Revista todas las grabaciones de seguridad de las cámaras del jardín y de la casa —di la orden—.

Busca la presencia de una mujer, una anciana, debe ser ella. Pero también fíjate en cualquier otro movimiento sospechoso, acaso tuvo cómplices.

Quiero la copia del trayecto de esa mujer desde que entró a la casa hasta que salió en la ambulancia.

¿Has entendido? — asintió—. Bien, puedes marcharte.

El hombre se puso bruscamente de pie.

—Sí, don Paolo. Claro, don Paolo. Ya mismo.

—Y repórtame esta información solo a mí. ¿Has comprendido?

Lo miré fijo y el tipo asintió. De todos modos, supe que no podía estar seguro de que no le contaría todo a mi padre.

Mientras pensaba en que muchos de los hombres que me rodeaban no eran realmente mis hombres, el jefe de seguridad caminó hacia la puerta, sumiso, marchándose. Pero cuando llegó a ella se volvió hacia mí de súbito.

—¿Qué hacemos con la cámara? —preguntó—. ¿La quitamos?

Ponderé aquello.

—¿Dónde está exactamente?

Me explicó la ubicación y le ordené que la dejara allí hasta el día siguiente. Él me miró, extrañado, pero no hizo ningún comentario sobre eso ni entonces, ni una hora después, cuando me entregó un pendrive con todas las grabaciones.

—Recuerda que no debes comentar nada de esto, ni tú ni tus hombres —insistí al recibirlo.

El hombre asintió pero sus ojos se veían furtivos y tenía la cara desencajada, como si lo turbara algo.

Fruncí el ceño.

Estaba acostumbrado a notar los pequeños detalles. La vida a veces depende de registrar ciertos gestos, la dirección de una mirada, el pavor detrás de un aleteo de pestañas. Entonces comprendí lo que mi jefe de seguridad había estado tratando de ocultarme: tenía miedo.



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