Los zapatos de Murano by Miguel Fernández-Pacheco

Los zapatos de Murano by Miguel Fernández-Pacheco

autor:Miguel Fernández-Pacheco [Fernández-Pacheco, Miguel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1997-06-08T00:00:00+00:00


V

Donde termina esta historia

y comienza una leyenda

Desde la muerte de Sofonisba, Angélica del Fiore había ido resbalando poco a poco hasta lo más profundo de la sima de la melancolía. Los que la trataban se habían acostumbrado a verla como un ser taciturno, que sólo hablaba si le preguntaban, y eso con pocas palabras, que se pasaba horas mirando un punto fijo y que nunca sonreía. Sin embargo, muchos de los que se atareaban en la cocina, las cuadras o los embarcaderos, le tenían un cierto aprecio, ya que hacía con diligencia sus tareas, ayudaba a quien se lo pedía y nunca importunaba a nadie. Era evidente que le gustaba trabajar y ello agradaba a las cocineras, las fregonas o las doncellas, que descargaban sobre ella parte de sus menesteres. En cuanto a los caballerizos, los marineros, los marmitones o los lacayos, solían condescender con la joven, pese a que a menudo la embromaran por su desaliño, pues se había ido transformando en una criatura hermosísima, que en el fondo les impresionaba, restándoles procacidad. En general, todos respetaban su tristeza; teniendo siempre motivos para ella, los pobres no suelen molestar a quien la sobrelleva con dignidad.

Sólo Abbondietta y Ferruccia, las hijas de la dueña de la casa, la trataban con desprecio y la humillaban siempre que podían. Sin duda envidiaban su extraordinaria belleza, ajena a la moda, que, pese a sus esfuerzos por ocultarla, se adivinaba entre las greñas o surgía esplendorosa de entre los harapos. Con el tiempo, cada vez gustaba más de sentarse cerca del rescoldo de la chimenea. Había descubierto que amaba la ceniza, que le transmitía una sensación de infantil seguridad y que le servía además para enmascararse y que los hombres la dejaran tranquila. Pero lo que sobre todo irritaba a las feas hermanas era su absoluta indiferencia frente a lo que pudieran decirle o hacerle. Era como si entre la afligida Angélica y ellas se levantara un muro de invisible cristal, que la situaba en otro mundo, en el que sus crueles burlas no la afectaban y sus altaneros modales pasaban desapercibidos.

Y es que se le antojaba que ya nada podía sentir, como si su capacidad para la emoción se hubiera agotado hacía mucho y el manantial de sus lágrimas se hubiera secado para siempre.

Sin embargo, un hermoso día de primavera escuchó una conversación que la hizo volver a interesarse en las cosas del mundo; era la cháchara mañanera de dos lavanderas viejas, quienes, mientras apaleaban la ropa al borde del canal, mantenían el siguiente diálogo:

—¿Conque era guapo, eh?

—Ay, decir guapo es poco. Era imponente como un ángel. Con esa estatura tan enorme y esas barbas tan rojas. Y todo cubierto de oro. Igual que un héroe antiguo de los que aparecen en los mosaicos de las iglesias. Me dijeron que la cota y las armas que llevaba pertenecieron a un emperador de Oriente. Y en verdad, el dux a su lado parecía un paje. Había que ver, además, el respeto con que le trataba; como a un verdadero príncipe, vaya.



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